La primera vez que le vi, caminaba sin destacar frente al resto de extranjeros que estrenaban el año en la capital nepalí. Confieso que no llamó mi atención hasta que una vez cerca de mi, recabé en que su mano derecha asía una fotografía vieja, roída por un extremo y desgastada por la huella dactilar en el otro, amén de un tono sepia que denotaba tanta antigüedad como confirmaba el aspecto del joven retratado. “¿Eres tú?”, pregunté sonriendo. “Sí, hace cuarenta y siete años”, respondió devolviéndome la sonrisa y añadiendo un “entonces vine desde Francia haciendo autostop”. Maquillaba sus setenta y pocos con la inocente sonrisa de un niño en noche de regalos, mientras con la mirada recorría lentamente aquella pagoda, diría que más encontrándose con el joven de la instantánea que buscando algún dios.
Los viajes son sus gentes, y ese encuentro significaría para mi más que un mero intercambio de impresiones. Le expliqué cuántas veces he recibido la madrugada leyendo historias de esos años de ideales y utopías en que desde Europa hasta Australia un enorme corredor, la llamada “ruta de los hippies”, hacía comprobar a tantos jóvenes que el planeta es tan pequeño como lo quisieran ver. Él sonreía al escuchar que una de las tantas opciones que planeo en este viaje es unir el extremo de Asia con Andalucía, en el otro extremo de Europa, usando para ello mis propias piernas y el autostop.
Paliaba su extrema ronquera con medicinas ayuvérdicas, y entre sorbo y sorbo se esforzó por regalarme una deliciosa hora y media en que las tantas historias que había leído se tornaban realidad, y es que se sentaba junto a mi uno de sus protagonistas para contarme la suya propia. Con enorme riqueza de detalles, hilaba recuerdos -y hasta conversaciones que recitaba literalmente- con minuciosas descripciones del ambiente de camaradería en aquellas pensiones donde el humo del fuerte hachís teñía las paredes húmedas, cartones de ácido ensuciaban el suelo o la heroína llevaba a algunos a la muerte, mientras Janis Joplin o Jimi Hendrix ponían en altavoces de varios canales banda sonora a conversaciones sobre metafísica o filosofías orientales. Me habló de la bondad de los desconocidos que el camino presentaba en un Afganistán donde extranjeros de melena tan larga como la barba de los locales eran invitados a compartir cena y luego tienda bajo las estrellas del desierto, o un Pakistán donde la belleza del paisaje humano competía con su por si imponente naturaleza. Días después, escribiendo este texto, aún recuerdo cómo se le iluminaban los ojos al hablar de India.
“¿Y qué buscaban?”, me preguntaba a mi mismo mientras que, como si me leyese la mente, mi nuevo amigo me respondía entre líneas dejando entrever que aquel viaje era una metáfora de la propia vida. Más allá de la obvia diversión o la natural necesidad de aprendizaje y aventura, yacía perenne en todos aquellos jóvenes una batalla interna para lidiar con las propias pasiones que no trataba sino de entenderlas. Seguí escuchando a aquella suerte de filósofo de carretera diseccionar minuciosamente la psique humana analizando qué trampas tentaban -viajando o no-, nuestras debilidades y dichas pasiones (el motor per natura de nuestros actos). Todas aparecían al relacionarnos con nuestros semejantes o en forma de falsos ídolos, deseos vacíos, utópicas ideas o incluso modas gregarias. Y haciendo más que patentes, claras y aún más instructivas sus explicaciones, las justificaba con anécdotas de aquel viaje de tintes epopéyicos y sus personajes cuyas biografías bien valían un libro.
Bajando aún más la voz, como quien confía un secreto, me habló del tiempo. No se refería a lo extraño de que aquel Año Nuevo el Sol picase en Kathmandu, sino a ese ente que en estricto silencio nos acompaña vitaliciamente. ¿Acaso sabe alguien explicar coherentemente qué es el tiempo? La clave, me seguía susurrando, estaba más que en entenderlo, en asimilarlo interiormente hasta usarlo a nuestro favor. Del mismo modo que la levadura, una vez al fuego, tarda en hacerse pan, funciona nuestra naturaleza. Nada importante viene regalado ni ocurre instantáneamente, pues todo son procesos, transformaciones y cambios. Y aprender aquella lección requiere esfuerzo, y como no podía ser de otra manera, tiempo.
Ahora, con una lucha del gobierno nepalí por eliminar la imagen bohemia que su capital inspiró al mundo durante años, calles y edificios restaurados y vida económicamente más próspera, sus ríos también están más sucios. “Ya no puede uno bañarse en ellos”, lamentaba cariñosamente mi amigo, mientras sustentaba visualmente su exquisito relato en la pantalla de un teléfono último modelo, donde el álbum “Trip overland to India’67” (Viaje a la India por tierra, año 67) rememoraba nostálgicamente aquellos tiempos que el blanco y negro hacía parecer más lejanos de lo que realmente estaban. Y es que nada dura para siempre, y Kathmandu había cambiado tanto como aquel hippie.
(Afortunadamente, la fotografía que le tomé con su cámara estaba algo mejor encuadrada)
Le ofrecí tomarle otra fotografía, en el mismo momento en que intuí que él mismo iba a pedírmela. Entendía que esa no era una mera imagen, ni tampoco un souvenir o recuerdo al uso, sino un nexo con el propio pasado de alguien que ha volado desde otro continente movido por los mismos sentimientos que en los sesenta le llevaron a unir su pueblo natal en la campiña francesa con las montañas del techo de nuestro planeta. La pagoda de Swayambunath, fondo de la imagen analógica y ahora de la digital, era simplemente eso: fondo. Una mera excusa, como podía haber sido un árbol, una piedra o alguna esquina. Importaba más el «aquí y ahora» que entrelazaba dos momentos del mismo tiempo que minutos atrás había disertado magistralmente. Sin quererlo -o me corrijo-, queriéndolo completamente, había unido dos instantes de su biografía para siempre. Había jugado con el tiempo.
Imaginaba al gabacho, una vez de vuelta, garabateando sus cuadernos copa de Burdeos en mano con la madurez y óptica propia de una vida aprovechada, y ambas fotografías sobre la mesa. “Kathmandu, verano del 67” y “Kathmandu, invierno del 2014” guiñándose cómplicemente como si se supieran de antemano destinadas a encontrarse.
Cuando la voz le falló del todo se despidió uniendo sus palmas y acompañando una sonrisa de una leve flexión hacia mi. Sentí que su agradecimiento era sincero. Melancólico, sin que ello implicase tristeza alguna, se diluyó sonriente entre unos peregrinos tibetanos que oraban alrededor de la pagoda. Le seguí con la mirada hasta que poco después le vi perderse mientras giraban las ruedas de oración. Quizá se preguntase si eran los mismos con que se cruzó aquella vez en el sesenta y siete. O por cuántas historias como la suya han sido testigos los ojos de aquel Buda. O si la vida, ese extraño viaje que a todos nos habla por igual, volvería a llevarle a Kathmandu.