A Mali llegué en autostop desde Marruecos, cruzando de manera poco convencional un paso fronterizo cerrado a extranjeros tras una ruta sin mapa por Mauritania. Eso me obligó, una vez en la capital, Bamako, a esperar a que las autoridades formalizasen mi estancia en el país. Dicen que en África lo más interesante está fuera de sus capitales, y, en la medida que conozco el continente, no puedo estar más de acuerdo con la afirmación. Por eso ansiaba escaparme rápido de allí. Pero Malí no es lugar para planes ni prisas. Un día de huelga, otro festivo y la afamada parsimonia de la burocracia nacional me obligaron a quedarme cuatro días en aquella urbe. Los empleé en conocer los museos, mercados, asistir a ceremonias y sobre todo en indagar en las particularidades culturales de quienes la habitan. Y aunque me sintiera prisionero de Bamako al depender de mi pasaporte confiscado para seguir viajando, no tardaría en descubrir que los había más atrapados que yo.
Mercado animista por el que me dejé perder en Bamako.
Sentado en la puerta de un céntrico museo, observaba el caótico tráfico cuando un hombre de semblante serio se me acercó preguntándome con tan británica educación como acento: “¿Le importaría que hablase con usted?”. Se llamaba Joe, tendría cuarenta y pocos, y tan pronto me apercibí de que su tono de piel no era maliense, me puntualizó que era originario de Kampala, la capital de Uganda. Al saber que yo era español, me dirigió unas frases en mi lengua natal confesándome con semblante nostálgico que sus churros favoritos en Madrid los hacían cerca del metro de Gran Vía. “¿Conoces Madrid?”, pregunté atónito. “Sí, claro”, sentenció tajante. «Trabajé allí, y luego en Finlandia«. Era economista, historiador y lingüista de formación, y me contaba con alegría cómo había trabajado de profesor, analista financiero y escritor. La conversación siguió, o más bien me dediqué a escuchar atentamente, con una disertación sobre las sutiles analogías y diferencias entre la idiosincrasia de nuestros continentes. Joe no sólo me sorprendía a cada frase con la agudeza de sus observaciones, sino que atesoraba el enorme bagage cultural necesario para hablar con justificada coherencia y rigor, sin dejar de puntualizar sobre minucias y matices de tipo social. Su integridad personal y madurez se reflejaba en su diálogo. Ni sobraba ni faltaba frase alguna. Si bien su sencillez le alejaba de resultar pedante, era un enciclopedia. Y si su humanidad le había separado de todo nacionalismo o extremismo, su pasión y leitmotiv era, como en el tiempo que compartí con él iría descubriendo, su propio continente.
En el edificio del fondo vivía Joe compartiendo habitación con cien personas.
Joe llevaba ya tres meses en Bamako. Llegó allí por la cantidad de embajadas que alberga la ciudad, y es que había obtenido un puesto como profesor en una universidad de Sierra Leona, y necesitaba formalizar su visado para residir allí legalmente. Ese papeleo parecía prolongarse indefinidamente. Se sentía prisionero. Aun así, su rutina era sencilla: madrugaba e iba a ponerse al día de las noticias del mundo y cartas virtuales a un centro juvenil con internet gratuito. Comía en alguno de los lugares más económicos que conocía, y por la tarde hablaba con uno u otro antes de pasar a la misa católica oficiada en francés, a la que acudía puntualmente pese a que no hablase este idioma. Compartía una habitación con aspecto de cuadra y repugnante olor, y dos grifos que hacían las veces de ducha, con otras cien personas. En ella, entre ronquidos y ajetreo, meditaba y redactaba en una libreta cada noche sus informes, análisis y ensayos. Economistas, analistas, filósofos, escritores, artistas y sociólogos distribuidos por todo el continente eran sus contactos habituales, y gracias a ellos conseguía información de primera mano sobre la actualidad de cada rincón de África. Sus teorías sobre el desarrollo, la falta de éste, los problemas del continente, política y la relación de todo lo anterior con la cultura y psique me dejaban una y otra vez boquiabierto. A Joe, como me confesaba lagrimando mientras compartíamos plato en el modesto comedor para funcionarios donde solía almorzar, le dolía hasta corroer el estado de África. Es irónico, cuanto menos, que en un continente donde el habitante medio habla varias lenguas, la mano de obra es hábil, capaz y trabajadora, las tierras son fértiles, sobran los recursos naturales y abundan yacimientos, los denominadores comunes a todos los países sean la pobreza, el hambre, enfermedades, el nulo desarrollo y la corrupción. De esta última, junto al ansia de poder inherente al ser humano a partir de ciertas escalas, me aseguraba que derivaban todos los problemas en su continente natal.
Con Joe, tomando un refresco en un local de Bamako.
Y así empezó a relatarme, citándome fuentes, comportamientos históricos o movimientos importantes, entre mil otros temas, cómo los gobiernos africanos maquillaban de democracias sus horribles dictaduras. Es sencillo enfrentar a las etnias de un país, me aseguraba. A unas debes hacerles creer superiores a la otras, enajeándolas en la creencia de que trabajar no es algo propio de su etnia, sino de las inferiores, y volviéndoles por ende vagos. A éstas últimas sólo hay que limitarles su capacidad de producción, y asegurar que no lleguen a puestos de altura. Y el proceso apenas tarda una generación en macerar, “Plís y plás”, decía chocándose las manos. Así, muchas naciones son explotadas por empresas extranjeras, habitualmente de los mismos países que las colonizaron y que pactaron a posteriori con las familias que gobiernan todo aquel proceso de enriquecimiento mutuo. La riqueza del país se escapa a diario de sus fronteras, con la excepción de sus gobernantes y sus cuatro compadres elegidos a dedo. “África”, me decía entre suspiros. «La misma que me ha atado a este país durante cuatro meses mientras espero un tampón en mi pasaporte…». «La misma que orgullosamente defienden los africanos frente sus propios compatriotas hasta límites macabros, sin saber que con ello cavan su propia tumba…». «La misma que China está comprando día a día sin que nadie advierta las consecuencias…». «La misma llena de falsos prejuicios entre sus propios habitantes…»
Viajar enseña rápidamente a relativizar. Te pone en tu sitio en un santiamén. No hubiera querido quedarme tanto tiempo en Bamako, pero la facilidad y rapidez de mi burocracia, un “juego de niños” comparada con la de Joe, me hizo olvidarla fácilmente y apreciar más aquellos días. Por ello, al despedirme de mi nuevo amigo al día siguiente, evité cualquier alusión a mi pasaporte, y simplemente nos abrazamos esperando volvernos a ver. Le agradecí sinceramente cuanto me había enseñado y hecho reflexionar, así como las tantas percepciones sobre asuntos varios que hasta nuestro encuentro me eran desconocidas. Cuando unas semanas después regresé a Bamako, me acerqué a su dormitorio a localizarle, pero sus compañeros me informaron de que justo dos o tres días antes se había marchado. Deseé que estuviera camino de Sierra Leona…
Mercado de los Domingos. Mercado en el centro de Bamako.
Tuve suerte, aun sin saberlo. Un rato antes de conocer a Joe, tres semanas atrás, había cruzado un par de palabras con un chico de carácter alegre. Venía del Chad, y en aquel primer encuentro no hablamos demasiado. Pero parece que la vida a veces te obliga a conocer a ciertas personas, o eso pensé cuando después de que me distinguiera y llamase por la calle, comenzásemos a hablar durante horas. Tocaba instrumentos y bailaba de manera profesional, y se había desempeñado durante mucho tiempo en Marruecos. En su regreso al Chad, un asunto burocrático le tenía retenido en Mali. Del “espere un instante, Señor”, pasó al “vuelva mañana”, luego al “la próxima semana estarán listos sus documentos”, y así sumaban ya cuatro meses. No podía retirar lo que había ganado en Marruecos, así que sólo gastaba lo poco que tenía encima en la comida diaria. Siempre sonreía, contagiando con su sonrisa a quienes le rodeaban. Recuerdo cómo bromeaba amigablemente con cada persona de la calle. Los tenderos, guardias, mercaderes le conocían y saludaban con júbilo. Era una suerte caminar al lado de alguien que a cada segundo parecía festejar la alegría de la vida. Cuando le pregunté a este respecto, con aplastante lógica y su característica sonrisa me respondió: “¿No deberíamos de hacer eso siempre?”.
Puestos callejeros en el centro de Bamako. Todos saludaban a mi amigo chadiano.
Cayendo la tarde, me invitó a pernoctar en una cueva a las afueras de la ciudad. En un riachuelo cercano se lavaba, tras hacer lo mismo con sus vestimentas. Dormía sobre el suelo de aquella gruta, junto a un grupo de refugiados de Costa de Marfil. Aparte del conflicto armado que azotaba el país, varias mafias y guerrillas extranjeras, financiadas por el gobierno, habían obligado a la población de ciertas zonas a abandonar sus tierras. Querían explotar económicamente unas nuevas minas sin presencia de nadie, y este grupo de jóvenes era uno de los tantos forzados al exilio en el país vecino. Justo aquella noche acababan de comprar un hornillo de gas, y lo celebraron cocinando arroz con una lata de sardinas pagada entre todos. Con aquella compra conseguirían gastar aún menos en comida. Tras una animada conversación, a mi petición, me contaron pasajes de sus vidas que se me antojaban de ficción, pues iban ligadas a la rocambolesca historia de su país. Me pusieron al día de la actualidad que les llegaba por un teléfono móvil que funcionaba semana sí, semana no. Violaciones sexuales como arma de guerra, la cantidad de niños soldado a los que no sólo ponían nombre y apellidos, sino relación familiar y los movimientos gubernamentales para cortar el tráfico de alimentos y medicinas, o las sangrientas matanzas entre miembros de las mismas familias fueron algunos de los temas que, con la frialdad de quien involuntariamente ha debido hacerse experto en el asunto, mis nuevos amigos me relataban.
África es tierra de contrastes, incongruencias y de historias de gran dureza. Muchas veces ni los más expertos como Joe llegan a entenderla. Yo, cuanto más la visito, más entiendo que la silueta del continente se parezca a un símbolo de interrogación. Y más admiro a muchos de sus habitantes, que con enorme espíritu de superación, malviven resistiendo estoicamente los vaivenes de la vida, habiendo asumiendo, quizá sin quererlo, aquello de que la vida es continuo cambio.