Siempre he pensando que todo cambia, y que nada es para siempre. No fue excepción corroborar que el ambiente que tantas veces había leído en viejos relatos de quienes emprendían por tierra la ruta de los hippies, también llamada de las tres “k” por tener como escalas clave Kabul, Katmandú y la playa de Kuta en la isla indonesia de Bali, era ahora cosa del pasado. No obstante, la capital nepalí es sido, sin lugar a dudas, una de las ciudades que más me han cautivado. El valle de Katmandú es la antigua ruta de comercio que antaño comunicase el centro de la península índica con China, por ello su patrimonio son las tantas poblaciones de construcción todavía medieval azarosamente esparcidas entre sus laderas que sirviesen de caravanserai a los comerciantes que hacían noche en ellas. Las altas cumbres del Himalaya no sólo las flanquean físicamente, si no que crean un espectacular fondo ante el cual incluso la gente local se sigue deleitando, y un entorno natural único en el globo. El punto final lo ponen las tantas etnias que descienden de la alta montaña para comerciar al trueque con sus bienes, y a los que la influencia de este trajín comercial, religioso y cultural ha creado una idiosincrasia de particular interés.

Sería media tarde cuando llegué junto a Christophe, un francés amante de la historia, a la explanada de la que parten todas las furgonetas que sirven de transporte colectivo en la capital nepalí. Entre los gritos de los destinos con que los conductores reclaman pasajeros, distinguimos el nuestro. Insistí preguntando de nuevo al conductor dónde iba, y al ser la hora dejamos casi derrapando la estación. Nos “acomodamos” como pudimos en el techo de esta suerte de autobús, entre unos sacos de cereal. Abandonamos la ciudad en dirección Norte. Nos dirigíamos a Shangunarayan, un monasterio que la Unesco ha declarado como patrimonio de la humanidad, rodeado de arrozales en el valle de Kathmandú. Por cierto que desde el techo del autobús pude ver como esta urbe goza de la tan obvia como merecida contaminación que tantas veces había escuchado. Tardaríamos una media hora en llegar a otro pueblo, en el que debíamos cambiar de bus. Tal y como bajamos, el índice de quien preguntara señaló al único vehículo, que justo arrancaba a rodar. Conseguí que parase mientras corría, y de nuevo nos acomodamos en el techo, esta vez compartiéndolo con unos nepalíes, mientras el autobús se adentraba por caminos de tierra entre plantaciones varias. Una vez que al sonreirles varias veces hubieron superado su vergüenza a chapurrear inglés, pronto comenzó una graciosa conversación. Tras los tópicas y habituales preguntas sobre si estábamos casados, que por qué no lo estábamos, empleos y sueldos de cada uno o religión, me cuestionaron que qué hacía allí. Respondí que quería visitar el antiguo monasterio. Vino la primera cara de poker. Siguió una segunda y así hasta que todos se miraron extrañados. Confirmé mis temores. Aquel bus no se dirigía al pueblo vecino a Shangunarayan. ¿El error? Haber creido que en nepalí la letra “h” es tan muda como en castellano. Resultó que ese bus se dirigía a un pueblo escrito igual que al que en teoría debíamos ir, con excepción de una h, siendo la fonética del nombre totalmente distinta.

Recorriendo en valle de Kathmandú sobre un autobús.

¡Exhaustos alcanzamos el pueblo que nos depararía una sopresa!

Grité al conductor para que parase el bus, y comenzamos a pie el camino de vuelta por donde habíamos venido. Tal y como bajamos, el conductor me dijo que tuviésemos cuidado, la semana anterior por la noche habían matado cerca de estos campos a algunas personas. ¡Estupendo!¡Qué buena noticia! Había calculado que el último pueblo que habíamos pasado estaría a unos seis o siete kilómetros. Andando a buen ritmo no nos tomaría más de una hora alcanzarlo. Corríamos como locos. Por el camino encontrábamos las casas cerradas y algunos campesinos que corrían a las suyas. Pensé en pedir refugio en alguna, pero estando relativamente cerca del pueblo lo consideré absurdo. Por otro lado, pese a las recomendaciones, no pensaba que nada pudiese ocurrirnos, pero confesaré que no dejábamos de correr. Fuere como fuere, no debimos ir nada lentos pues en algo más de media hora, con la lengua seca, habíamos alcanzando la población.

La belleza de la arquitectura nepalí antigua.

La plaza central del pueblo.

Fue entonces cuando me alegré enormemente de la enorme serendipia fruto de ignorar por completo el idioma nepalí. Aquel pueblo, donde creo jamás habían visto un turista, tenía al caer la tarde una atmósfera entrañable. A la entrada del pueblo, los niños correteaban haciendo volar cometas caseras, la gente se reunía en las calles y quemaban ramas secas, tanto para alumbrar como para calentarse, los hombres cantaban cantos tradicionales en la plaza del pueblo. Algunos monjes impartían conocimientos en algunos templos antiguos de descuidado aspecto. Estábamos tan fascinados que apenas nos hablamos en el tiempo que estuvimos en el pueblo. Me fue complicado encontrar alguien que hablase inglés, pero cuando lo encontré y tras una más que interesante conversación, concluí que estas gentes habían sabido mezclar las ventajas de unas ciertas infraestructuras modernas sin renunciar por ello a sus valores tradicionales. Así contaban con agua corriente, algún vehículo a motor que compartían entre muchos vecinos, electricidad donde era necesario o puentes sólidos, pero no por ello obviaban la hermandad comunal entre sus congéneres, dejaban de compartir yantar, de repartirse tanto trabajo como beneficios de los campos de cultivo o de estar todos implicados en los asuntos del pueblo. Truncaban políticos por sabios. Me pareció que había mucho que aprender de aquel pueblo perdido, cuyo nombre no recuerdo, entre campos del valle de Kathmandú.

Atardece y los campesinos vuelven a su aldea.
httpv://www.youtube.com/watch?v=uUUgilsvS9o

A la mañana siguiente, temprano, y tras ahora sí pronunciar correctamente nuestro destino, llegamos a él tras abordar un par de vehículos. Mientras compraba un dulce artesano, los lugareños nos recomendaron visitar un templo cercano, y siguiendo su consejo, caminamos por el sendero que a él conducía: un par de kilómetros decorado con viejas deidades y demonios budistas, ahora cubiertos por musgo y verdín que aparte de enmascarar las viejas estatuas hacía resbalar a los monos juguetones. El templo estaba tomado por estos primates, y una comunidad de monjes que se alternaban semananalmente para dormir en una cueva de reducidas dimensiones que tiempo atrás fuera hogar de un lama importante. Los campesinos hacían una parada en el camino a sus plantaciones para orar a los dioses por su día, al igual que los uniformados escolares camino del colegio. Tras conversar con los monjes, pusimos al fin camino a Sangunarayan. Dejando ya el templo, los juguetones monos tiraron unas banderas de oración. Hoy cuelgan en mi dormitorio en Madrid como regalo de aquellos monjes.

Estatuas de dioses en el camino.

Monos jugando a ver quien no se resbala.

 

Hicimos bien de seguir el consejo de los lugareños.

Kathmandú, visto desde el monasterio.

El camino de cabras por el que se accede a Sangunarayan, emplazado sobre una colina, se tomaba por la ladera opuesta a la que nos encontrábamos, así que comenzamos a marchar campo a través, o más bien arrozales a través. Entre tanta lluvia y barro, acabamos recorriéndolos descalzos y en ropa interior. Los nepalíes, al igual que los indios, tienen la costumbre de no contradecirte nunca, así, cuando les preguntaba señalando una dirección “¿Sangunarayan Gompa?” me decían que sí. Si les preguntaba lo mismo señalando la dirección opuesta, la respuesta era la misma. Así, era imposible acertar el camino. Tras ver alguna culebrilla, unos cangrejos que sólo viven en los arrozales y varios campesinos asentidores, en la cima de la colina, a un par de kilómetros, intuí lo que era la antigua ciudad que buscábamos. Al llegar, sus habitantes, ataviados con sus ropajes típicos se sorprendían tanto de los nuestros (vaqueros roídos teñidos de varias y estupendas capas de barro color marrón lluvia) como nosotros de los suyos. Compartimos el imperativo chai y me perdí entre las literalmente cuatro calles de este curioso pueblo.

Casa colorida en Changu Narayan. Una de sus habitaciones es el colegio.

Niños sonrientes haciendo sus deberes en clase.

 

A veces uno siente que viaja en el tiempo en Sangu Narayan

El monasterio primitivo.

Esta diminuta aldea está construida alrededor del Changu Narayan Gompa. Pero vayamos por partes. Un gompa es, tanto en India como Nepal, un monasterio o recinto religioso. En este valle habrá unos cien. La particularidad de éste es, aparte de su belleza estética, el haber sido levantado en el siglo cuarto, lo que lo convierte en el más antiguo de Nepal. Desgraciadamente, un incendio calcinó buena parte del monasterio primitivo, que se reconstruyó a comienzos del siglo XVIII. El edificio central protege una estatua de diez brazos y diez piernas erigida en el siglo V en honor a Narayan, como a veces es referido Vishnu. Esta imagen es harto conocida por aparecer en algunos billetes nepalíes. El resto del templo es eminentemente shivaista, aunque no es dificil encontrar alguna imagen de otras figuras mitológicas. A nivel histórico, cabe subrayar que mucha de la información que hoy conocemos del Nepal antiguo y vida en el valle de Kathmandú, así como de la evolución de las religiones hinduista y budista, proviene de los libros que este templo guardaba. El día culmen de este lugar es la ceremonia anual que tiene lugar durante la festividad de Nag Panchami, en la que los monjes recogen las gotas de humedad de la estatua de Garuda, a las que se le atribuyen poderes curativos y las reparten entre enfermos y tullidos. El pueblo que rodea al propio gompa no era distinto al resto de los que se encontraban en el valle. Sus habitantes vivían de la agricultura. Es recomendable no viajar a Nepal en época de monzón, pues las nubes juegan a ocultar las altas cumbres del Himalaya. Así, contentándome con imaginarme las famosas vistas desde este sitio, y siguiendo ahora a unos campesinos, volvimos por un mejor camino a la carretera, donde hicimos dedo de vuelta a Kathmandú.

Detalle de Garuda, un ser mitológico alado sobre el que a veces montan deidades.

Mil artefactos religiosos por doquier.