Llamé a esta web “Historias de Nuestro Planeta» queriendo en ella recoger de alguna manera las tantas vidas e historias anónimas que encontraba viajando y quedaban mal escritas en mis cuadernos de viaje, o zozobrando en mi memoria. Los testimonios y ratos compartidos con aquel tendero de un zoco derruido en Irak, taxista en Calcuta, contrabandista en Hong Kong, pastor en Bulgaria, monje en Tíbet o brujo de una tribu africana, por mencionar alguno, siempre han sido los recuerdos que con el tiempo aparecen más candentes al echar la vista atrás. Viajo para aprender, y son las personas quienes con el testimonio de sus vidas – me vale mucho más el acto que la palabra -, han conseguido instruirme, inspirarme y entender la enorme pluralidad de realidades de este planeta. Al final, los viajes son sus gentes, y con ese nombre inauguro hoy una sección donde recogeré algunas historias de gente que me crucé viajando.
Sidi: el conductor del desierto.
Dormíamos fuera de una casa al Norte de Mauritania. Hacerlo dentro era imposible por el calor. Era una aldea diminuta, quizá treinta o cuarenta casas, cuyos habitantes vivían del escaso tráfico que recorre las pistas desérticas del país. Allí no hay agua corriente, ni mucho menos luz eléctrica, y el día acaba cuando el sol se esconde. Aunque la oscuridad no trajo tantas estrellas como hubiera querido, miraba al cielo tumbado sobre mi matla (una especie de colchón que hace las veces de cama). Junto a mi estaba Sidi, que había conducido durante días desierto a través en zonas donde la única vida era algún camello salvaje. «Estoy tan cansado que no me puedo dormir», dice con la mirada perdida. Charloteábamos formulándonos preguntas cortas que daban pie a largos silencios. Hablábamos del paso del tiempo, de cómo cambiamos y de lo que queda a pesar de los años. En esas, me acabó contando la siguiente historia.
Puerto de Noadibhou.
Mi mejor amigo -me decía-, lo es casi desde que nací. He bebido tanto del pecho de su madre como él del de la mía. Jugábamos juntos antes de saber hablar, y desde que aprendimos a andar para localizar a uno bastaba con buscar al otro. Siempre íbamos juntos. Y así siguió relatándome, en mayor o menor detalle, anécdotas comunes desde su más primeriza pubertad hasta la madurez. En el colegio, jugando en la calle, los primeros amores, problemas, trabajos, etcétera. Todo estaba bien contextualizado en la cultura e idiosincrasia dos personas que han nacido en la mismísima Ruta de la Esperanza, donde las condiciones de vida son tremendamente duras. A los dieciocho años viajaron para conocer el Norte de su propio país. Una noche, estando ambos en Nouadhibou, hicieron amistad con unos estadounidenses que pescaban en una barcaza. Pasaron juntos la noche cogiendo pulpos, compartieron cigarros y hablaron de ésto y lo otro hasta que llegando el amanecer los americanos regresaron a su barco sentenciando la noche con un “En un par de horas volvemos a Estados Unidos. ¿Os venís con nosotros?”. Sidi fue el único en no aceptar la invitación. Se despidieron y vio a su compañero perderse en la barcaza camino del buque americano. De vuelta en casa, todos pensaron que su amigo había muerto. “¿Cómo iba a sonreír así, si mi mejor amigo estuviera muerto?”, respondía Sidi a todos sus vecinos. Hasta que un mes más tarde una llamada desde el otro lado del charco hizo sonar el único teléfono del pueblo no acabaron de creerle. Y allí sigue su amigo, más de veinte años después, trabajando como funcionario, habiendo sido soldado en la guerra de Irak, casado y con dos retoños. “Me llama con frecuencia, y a veces me hace regalos estupendos: un coche de segunda mano, ayuda para la boda de mi hermano o para que haya agua en mi casa. Nos seguimos contando nuestras historias como cuando teníamos dieciséis. Parece que no pase el tiempo”. Hoy Sidi trabaja como conductor para una empresa de alquiler de coches, y pese a tener esposa y dos hijos, pasa meses recorriendo su país sin más equipaje que una pequeña mochila con un par de prendas, otra con útiles para preparar el imperativo té, y su bubu (túnica propia de la zona, en hassanía, la lengua local). Es un heredero del siglo XXI de los nómadas que durante siglos eran la población mayoritaria en su país, y cuando le pregunto por la decisión de su amigo responde sin titubear: «Me encanta lo que hago, y no viviría ni loco en Estados Unidos«.
Sidi, como todo mauritano, es un enamorado del té.
Me gustaba la sensibilidad con la que describía aquella amistad, pero sobre todo de que una vida cambiara tan súbitamente. Aquel mauritano, de piel curtida y pelo rizado, tiene hoy su vida estructurada en un barrio de Washington gracias a haber decidido ir aquella noche con su mejor amigo a pescar a una cala. ¿No yace, acaso, parte de la esencia de la vida en el propio hecho de aceptar que al girar una esquina, recibir un correo o montar en un vehículo, tu vida puede, para bien o para mal, cambiar radicalmente?
El vendedor del zoco de Fez.
En su día Fez fue una de las capitales del mundo, y no se ganó tan pomposo título azarosamente. Las más prestigiosas universidades, mezquitas, bibliotecas o talleres de artesanía fueron congregando a poetas, santones, eruditos, calígrafos o artistas, propiciando que la ciudad emergiera como foco económico más allá de su propia región y haciendo que las rutas comerciales convergieran en ella. Corren, sin embargo, otros tiempos. Los manuscritos son ahora virtuales, las caravanas de camellos tocan el claxon y los libros sagrados se pueden leer en pantallas. Esa modernidad ha evaporado la esencia que distinguía a Fez, homogeneizándola entre la de otras ciudades. O no tanto…
Las murallas exteriores de la medina de Fez.
Recuerdo la primera vez que la visité como si fuera ayer. Un camionero me llevó desde Tánger hasta las murallas de la antigua medina, donde llegué de noche. Caminando por sus callejuelas de cuento recordaba los relatos de mis héroes viajeros del pasado, como Ibn Battuta, León el Africano o Ibn Arabi, y sus descripciones y vivencias en esta urbe. Todo me era nuevo, y me sentía un niño, tanto por la continua y pasmosa admiración que todo me producía, como por sentirme cumplidor de un sueño que latía en mi desde hacía años: viajar a África y poder y preguntar a sus habitantes cómo eran sus vidas. Fez era la primera ciudad en que me detendría e imaginaba cómo serían hace cientos de años las mismas puertas que atravesaba, con guardianes custodiándolas, y cientos de camellos llegados en caravanas descansando en su exterior, sin dejar de sentir aquel impulso, más sentimental que racional, que me decía que no me había equivocado en mi decisión.
Taller de teñidores de pieles en Fez.
No importa cuántas veces lo recorras, el zoco de Fez siempre es innegablemente caótico. Gusta participar en el bullicio de sus calles, que tejen un anárquico y laberíntico mercado organizado por gremios donde igual se venden especias que antiguallas, telas o dulces. Pero tanto o más gusta descansar durante unos minutos en los escasos puntos en los que el frenético trajín se relaja un poco. Casi siempre acabo haciéndolo en la misma plaza, donde varios herreros suelen martillear sus piezas. Y allí he encontrado, siempre y sin excepción, al mismo hombre. Vende menta, con la que es costumbre mezclar el te. Le caracteriza una cicatriz en la palma derecha, y el gorro verde con que cubre su cabeza. Quiero pensar que una vez prepara en los mismos peldaños en que yo descanso su género, se pierde entre el mercado, anónimamente, para venderlos, y que mi puntual encuentro con él, varias veces en varios años, no obedece a más razón que la de que yo descanse en mitad de su rutinario recorrido laboral. Sé tanto de él como él de mi: nada. Sin embargo, fantaseo ilusamente con la idea de que igual que tantas veces, de vuelta en mi país, he recordado a ese hombre, él también se ha acordado de mi. Me resulta paradójico pensar que he hablado con tantos mercaderes en la ciudad, y nunca con él, cuando su presencia, ajena al hecho de que le observe y recuerde con detalle, me hace sentir que la ciudad sigue como siempre, y que como decía Nelson Mandela no hay nada como volver a un lugar que no ha cambiado para observar cuánto lo has hecho tú.
Cada vez que pienso en Fez, y mucho más cuando paso por ella, me acuerdo inevitablemente de todos los mercaderes y amigos varios que he conocido, y especialmente de este vendedor, antes que de sus mezquitas, mausoleos o zocos. Con la óptica y perspectiva del necesario paso del tiempo, al catalizar los recuerdos, se me acaba imponiendo el paisanaje a los paisajes, y no dudo en seguirme reafirmando en que las ciudades, como los viajes, son sus gentes.