“El devoto que renuncia al fruto de sus acciones, consigue la paz eterna. Por el contrario,
el hombre que, acuciado por sus deseos y carente de devoción, busca la recompensa
de sus acciones, de este modo se encadena a la esclavitud del apego a los resultados.”
(Bagavad Gita)
Estaba destrozado. Tras una incursión furtiva en Tibet, recorriendo varias decenas de kilómetros diarios, durmiendo en cuevas, perdiendo peso por no comer, sin apenas descansar y hasta rompiendo la suela del calzado, sumado a un viaje por India de tremendo desgaste, dos días de calma me venían de perlas para reponerme física y mentamente, y el pintoresco asentamiento al que había llegado no podía invitar más a ello. Badrinath, un remanso de paz enclavado en el corazón del Himalaya, es el último punto de una peregrinación que desde el siglo octavo ha atraído a millones de fieles. Justificaba la construcción de la ciudad un templo rojo dedicado a Vishnú, que por su color y luces, resaltaba en todo el valle.
Llegué con la noche ya caída, cuando comenzaba la última ceremonia del día. Había congregado a tanta gente que no se podía entrar al templo, así que me quedé fuera, con los tantos que no cabíamos, absorto por los cánticos instrumentales, poojas (ofrendas) y la camaradería propia de estos lares. Cuando acabaron, y la gente fue retirándose, aún me senté frente al templo un rato más, con la mirada perdida, no sé si más por las tantas impresiones de los últimos días o por el cansancio. Me sorprendió encontrar a mi derecha una cortina de niebla, que mientras más caía la noche, más se extendía. La creaba una fuente natural de agua hirviendo, que era recogida en una suerte de piscina, y a la que se le atribuyen propiedades medicinales. Hacía frío, algo lógico siendo Septiembre y teniendo en cuenta que durante el invierno esta zona permanece deshabitada por las bajas temperaturas y nieve. Aún así, algunos peregrinos, ermitaños y anacoretas se lavaban y practicaban abluciones en ella. Tras seis días sin parar de andar, y haciendo noche en cuevas, la ducha me era más que imperativa. Como “donde fueres, haz lo que vieres”, ligero de ropa me uní a ellos.
“¿Y tú, ¿por qué estás aquí?”, me preguntó uno de los saddhus, refiriéndose más a mis motivos personales por encontrarme en Badrinath que a cualquier increpación por mi presencia física. Siguieron a su cuestión más de dos horas de charla, cuanto menos metafísica, analizando los tantos motivos que movían a las personas a realizar acciones, fueran de la índole de fueran, durante su vida . ¿Qué sentido tiene relacionarse, aprender, viajar, estudiar…? ¿Qué nos aporta todo ello? ¿En qué nos transforma? ¿Qué construimos en conjunto, y de forma individual, con el fruto de todas esas transformaciones? Y sobre todo… ¿Para qué buscamos esos cambios? ¿Son inherentes a nuestra propia especie? Hablaba pausado, y ni le sobraba ni faltaba frase alguna. Todo cuanto me decía era simple, sin retóricas ni elucubrados artificios de oratoria. Justificaba perfectamente cualquier postura, sin tratar de imponerme nada. Me transmitía la curiosa sensación de que todo le importaba mucho, y nada a la vez. Hubiera dicho que si bien le gustaba que estuviera allí, tampoco le hubiera importado que me fuera. Supongo que todo ello sería parte del interiorizado desapego propio de los saddhus. Nos quedamos dormidos junto a la fuente, sobre el suelo de mármol del complejo religioso, viendo los colores del templo de Badrinath.
A punto de bañarme en las aguas termales de Badrinath.
El agua arde, y el aire congela. Por eso se ve humo..
Empleé el día siguiente en conocer en profundidad el pueblo, que se encuentra a más de tres mil metros de altura. Era pequeño, apenas una docena de calles que convergían en el famoso templo. Éste fue construido en el siglo XVI, para cobijar una estatua del dios Vishnú, que había sido venerada durante siglos en una cueva cercana, aunque en el siglo XVIII debió reconstruirse debido a un terremoto. Contaría más de cincuenta ashrams (escuelas de hinduismo), repartidos entre las escasas calles, lugares para ofrendas en cada esquina, pequeñas tiendas con elementos litúrgicos, y hasta un modesto anticuario pintoresco como ninguno que haya visto, con piezas antiguas espectaculares, todas relacionadas con la actividad del templo o traídas del vecino Tibet. Badrinath, ciertamente, vivía para la religión.
Era Septiembre, y tan pronto sobrevino la primera nevada importante del año, hice autostop hacia el Sur. Diez días después volaba a Europa, y temía que un derrumbe en algún camino me hiciera perder el vuelo. Abordé varios camiones, sobre los cuales, agarrado a la carga, recorría las sinuosas carreteras que serpertean embutidas entre las cimas del techo del mundo. No pocas personas me habían dicho, y otras tantas había leído antes, que la zona que abandonaba era un chakra de nuestro planeta. No soy tan sabio para poder corroborar tal afirmación, pero si notaba que mientras más me desplazaba al Sur, más sentía como me “descargaba”. Curiosamente, cuando días atrás había subido a aquella zona, experimenté justo lo contrario.
Llegué a Rishikesh con la Luna ya alta, poca vida en las calles y el caudal del Ganges sonando más que la propia ciudad. Caminaba azarosamente, entretenido observando carteles, símbolos de las tantas escuelas de hinduismo y coloridas deidades esculpidas en esquinas hasta que en uno de los ghats – esos grandes escalones que acaban hundiéndose en el río-, encontré un grupo de santones. Unos meditaban, otros realizaban ritos y plegarias con incienso, cenizas o fuego, otros fumaban el fuerte hachís de la zona y algunos dormían en una extraña postura yóguica. No quise mencionar que venía de las mismas fuentes del Ganges o de Badrinath, lugares tan sacros, pues aún sabiendo que ello me beneficiaría, pensaba (y pienso) que debía ser capaz de conectar con las personas por quien soy, y no por lo que haya hecho. Y así obré. No todos hablaban inglés, ni teñían su piel con ceniza, se enterraban medio cuerpo, quedaban inmóviles durante semanas, se alimentaban en exclusiva de te o comían en la calavera de su maestro, como otros a los que conocí aquel viaje. Existen varios grupos dentro de los saddhus, y éstos, de aspecto menos esotérico, al rato de nuestra conversación me parecían amigos de toda la vida.
En muchos países es el Sol quien marca el ritmo de vida. India no es excepción, y con los primeros rayos, mis nuevos amigos comenzaban sus ofrendas. La gran mayoría realizaba asanas (posturas) de yogas tan inverosímiles que me quedaba boquiabierto. Uno se apoyaba únicamente sobre los dedos de un pie, quedando el resto del cuerpo paralelo al suelo, mientras sin perder nunca ni su punto de apoyo ni su paralelismo, giraba sobre si mismo. Cuando algunos concluyeron, nos bañamos en las aguas del Ganges. Me siento unido a los saddhus, con quienes comparto la inquietud por la búsqueda y crecimiento interior. Me han ayudado tanto a ese respecto, que no dudé en comprar unos plátanos para todos, siguiendo, de alguna manera, la saddhu sahib, una ley no escrita mediante la cual se apoyan y respaldan, pues carecen de dinero y casi de cualquier posesión material. Poco después me levanté, para seguir conociendo la ciudad.
Culpo a su peculiar atmósfera, de que me atrajese Rishikesh. El río vertebraba en dos la ciudad mundialmente conocida como «la capital del yoga».La parte residencial quedaba a un lado, y otra llena de ashrams, templos y ghats al otro. Para forjarme una opinión menos subjetiva, procuré indagar en los puntos de vista y motivaciones para haberse establecido allí de todo tipo de habitantes: desde tenderos, vagabundos, profesores del colegio, hasta dueños de templos, saddhus que vivían en cuevas cercanas (y no tan cercanas), estudiosos, e incluso a la comunidad de extranjeros. Una de las personas más interesantes que conocí aquel día fue el ayudante de uno de los ashrams de la calle principal. Tan pasional resultaba su charla que no podía levantarme e irme. Vivía en Nueva Delhi y según me explicaba, “aquí conozco tanta gente sabia, maduro lo aprendido durante el año, y me siento tan vivo, que no concibo no pasar venir una temporada de vez en cuando”.
Gracias a mi nuevo amigo, pude quedarme en su ashram, pese a estar legalmente prohibido a extranjeros. En él se impartían clases de sánscrito, medicina ayuvérdica y se profundizaba en las enseñanzas de algunas obras del hinduismo, principalmente el Bagavad Gita. Cuando comenté que suelo leer ese libro al menos un vez al año, sorprendidos, nos enzarzamos en una conversación en la que me hicieron tantas apreciaciones y apuntes sobre el mismo, que me apercibí de mi total ignorancia al respecto. Fue una revelación total. El dueño del ashram tenía carácter templado y compasivo, y aunque no dialogué con él tanto como hubiera querido, cada vez que se dirigía a mi parecía, por lo acertado de sus escuetas palabras, que me leía el pensamiento. Además, vivían allí varios jóvenes. Uno de ellos me enseñaba técnicas teóricas de masaje, y las aplicaba conmigo mismo. Los músculos duros y cargados tras varios días andando de amanecer a atardecer, se destensaron como por magia. Los otros me explicaban sutilezas del sánscrito y de la religión hinduista-védica. Me gustaba hablar con ellos, pues lejos de lo que una lectura de estos breves párrafos pueda parecer, no encontré comportamiento sectario alguno, sino detalladas e instructivas explicaciones sobre cómo aplicaban pragmáticamente las enseñanzas de los Upanishads (libros pilares del Hinduismo) a sus propias vidas. Muchas de estas conversaciones terminaban en una partida de críquet. A media mañana, venían varios saddhus que silenciosamente se sentaban en flor de loto, giraban a modo de ritual tres veces el agua sobre un plato de comida mientras recitaban un mantra, y luego lo comían con su mano derecha. Yo ayudaba en la cocina y a mantener el jardín.
No siempre estaba en el ashram. En uno de los paseos visité el ahora conocido como “ashram de los Beatles”, donde el famoso grupo permaneció unos días a finales de los años sesenta. Estando tapiado, debí saltar un muro para llegar a su interior. Encontré un espléndido jardín con una vaca, un caballo y un par de pequeños grupos de personas. Rompían la calma y silencio unos monos juguetones. Me paseé por el ashram como si fuera mi casa, y luego me senté frente al río. Me preguntaba cuántas de las tantas personas extranjeras que reunían durante cada año las escuelas de yoga de Rishikesh habían llegado allí atraídos por el morbo publicitario del que gozan las técnicas de meditación asiáticas en Occidente, deseosas de encontrar en aquellos centros respuestas a sus dudas trascendentales, soluciones a sus problemas, o una felicidad permanente. Me preguntaba también si los mismos Beatles no entraban en el mismo saco cuando decidieron ir al ashram de Maharishi, o si el que yo mismo tenga interés por estos temas desde la niñez no está originado por la misma corriente “de moda”. Nada viene gratis en la vida, y aprender correctamente las disciplinas espirituales asiáticas, como la meditación o el yoga, hasta poder palpar algún resultado, requiere mucho tiempo y esfuerzo. Mucho más, evidentemente, que pasar dos semanas en cualquier ashram. Sea como sea, al final todas introspeccionan dentro de la propia naturaleza humana, procurando discernir en el origen del fuego interno producto de pasiones, anhelos, pensamientos e impulsos. Como un saddhu me dijera: “Mientras más aprendas de ti mismo, más lo harás de nuestra especie y las leyes con que interaccionamos. Todo está ya dentro de tí”.
Cada día, al caer el Sol, al igual que en el resto de India, se realizaba la última de las cinco aarti: una pooja (ofrenda) especial en la que participa buena parte la ciudad. Al ser Rishikesh particularmente religiosa, el fervor de tal ceremonia es, si cabe, aún mayor que otras urbes. Cánticos, santones, instrumentos, y el incomparable marco del Ganges hacen la aarti meritoria de ser presenciada, y, ¿por qué no?, de participar, contagiado por la alegría de las tantas personas presentes. Tras un tiempo procurando indagar desde la óptica local en la idiosincrasia india, me seguía resultando contradictorio que en un país tan profundamente religioso, encontrase semejantes desigualdades sociales o violaciones sistemáticas de derechos humanos. A ese otro mundo dentro de éste que es India, el segundo país más poblado del planeta, o se le amas, o se le odias. Yo, irremediablemente, caí enamorado…
Los saddhus, esos santones de miras místicas, fueron el gran regalo del Norte de India en los meses que la recorrí. Recuerdos y conversaciones de los días que compartí con ellos en los ghats de Varanasi, durmiendo en estaciones, templos, cuevas, vagones de trenes donde nunca venían revisores o la propia calle, me han asaltado la memoria todos y cada uno de los días desde entonces. Y mientras más noches pasan, más leo, viajo, aprendo, medito, observo, reflexiono y en esencia, vivo, más de acuerdo estoy con aquel anacoreta a quien probablemente nunca volveré a ver: “Recuerda, amigo, que todo está ya en ti…”.