Seco. Frío. Árido. Marchito. Estéril. Abandonado. Desolado. Quizá así cabría empezar una enorme lista de adjetivos que solemos asociar con el desierto. Lo cierto es que ninguna de ellas parece tener, a priori, mucha relación con la palabra vida. E igual de cierto es que ver al desierto extender sobre llanuras kilométricas ese degradado de arenas marrones y amarillentas, azarosamente quebrado por dunas y montañas, no hace pensar precisamente en un entorno cambiante o moldeable, y menos aún habitable. Pero nada de esto es del todo así.
Paisaje de la República Árabe Saharaui Democrática (RASD).
En el Sahara Occidental liberado, aquel que el famoso muro de la vergüenza parapeta convirtiendo a este país no reconocido en una cárcel a cielo abierto, una formación rocosa conocida como Erqueyez se eleva permitiendo al viento esculpir inexactas siluetas en sus paredes. La particularidad del lugar, más allá de su por si seductora estética, es que alberga en sus muros más de un centenar de pinturas rupestres datadas en unos siete mil años. A simple vista, entre las pinturas se distinguen rápidamente jirafas, antílopes, perros, ovejas, avestruces y hasta elefantes, leones o rinocerontes, que trazados con pigmentos naturales, siguen sobreviviendo al paso de tiempo dejando fehaciente huella de qué animales poblaban aquellas tierras hasta hace relativamente poco (en términos evolutivos, entiéndase), y por encima de ello, de la presencia ya entonces de comunidades humanas.
La explicación es sencilla. Ahora nos sorprende imaginar una leona cazando gacelas entre las dunas, pero cuando los habitantes de aquellas cuevas las pintaron, esta zona era bastante más húmeda y verde. Los cambios climáticos han existido siempre, pues son ciclos naturales de nuestro planeta y con uno de ellos, la llegada de tiempos más secos obligó a todas esas especies a emigrar a las verdes sabanas del Sur. Curiosamente, no todos los humanos hicieron lo mismo, y algunos aprendieron a sobrevivir en los duros secarrales desérticos. Los descendientes de aquellas personas son los distintos grupos étnicos que hoy día siguen poblando el Sahara.
Una vez terminada la visita, la escolta que el Frente Polisario impone a los escasos visitantes de sus territorios (más por evitar otros secuestros que por querer controlar sus movimientos), tenía preparado un almuerzo. Aún faltaba, cuando llegamos, un poco para terminase de hacerse el pan. Pero, ¿Cómo se prepara una enorme hogaza, capaz de alimentar a más de veinte personas, sin horno donde cocerla, y a muchos kilómetros de cualquier asentamiento? Es entonces cuando la genialidad de los pueblos del desierto, trasmitida en herencia generación tras generación, se vuelve más viva que nunca. Tan sencillo como enterrar la enorme masa de harina, levadura y agua bajo la arena, y hacer en su superficie una fogata. Por efecto del propio fuego y el tiempo, en una suerte de alquimia natural un rato después “nace” un pan. Basta quitarle los tantos granos de su superficie, y aceptar que te comerás otros tantos, para comerlo. El Sahara no es tierra de relojes, así que el postre, tremendamente pausado, no puede ser más que la imperativa ronda de tés: un primero amargo como la vida, precedido de otro dulce como el amor, y rematado por un tercero suave como la muerte.
Realmente, Erqueyez no era más que uno de los tantos lugares esparcidos por el que es el desierto más grande del globo, que permiten entender un poquito más el complicado puzzle de la evolución a lo largo del tiempo de nuestra especie. Los yermos páramos del Sahara esconden no pocos secretos a este respecto. Otros “hermanos” de este yacimiento, bastante más impactantes estéticamente hablando, son Tassili n´Ajjer en Argelia y Akakus en Libia.
Absorto frente al paisaje. Me tomó la imagen Verónica López Almeida.
Confieso que cuento los paisajes desérticos entre mis favoritos. Y lo pluriforme del país saharaui, con panorámicas extendiéndose hasta el infinito, me hacen reafirmar tal favoritismo. No conozco a nadie a quien no ensimisme una puesta de Sol allí. En algunas de las paradas, la triste historia de este país que lucha por existir se manifestaba sin quererlo. No es dificil encontrar restos de metralla esparcidos por la arena, balas, e incluso las vetadas armas de fragmentación, que atestiguan las contiendas libradas en esta tierra.
A medio día de todoterreno desde Tifariti, marchando hacia el Este, se encuentra un yacimiento cuanto menos peculiar. Cuesta imaginar que donde ahora vagan libremente camellos, tiempo atrás nadaban peces…
Un enorme manto de fósiles, mayormente corales y conchas, se esparce durante kilómetros. La fehaciente prueba de que lo que hoy es desierto, en su día fue mar, no es la única del país, pero sí la mayor, tanto en riqueza como en densidad y extensión. No hay que buscar mucho para encontrar cualquier almeja con las estrías de su superficie perfectamente visibles, o los nervios, interiores y exteriores de un coral, de tamaño milimétrico, que parecen esculpidos a cincel. Observar estos fósiles en tu propia mano hace sentir que el tiempo se ha congelado. Da repelú pensar que vivieron hace miles de millones de años. La explicación geológica breve de que se encuentren allí es que la placa tectónica que hoy sustenta esta parte del continente africano estaba hundida, y al chocar con la euroasiática, se elevó dejando como legado y prueba el fondo de aquel enorme mar. En otras zonas del desierto se han encontrado restos de peces, e incluso ballenas.
Pensar en cómo aquellas especies, hoy fósiles, han sido testigos a lo largo de una cantidad de años nada despreciable de tantos procesos en la propia Tierra hacen pensar sobre la ínfima dimensión, en términos temporales, de una vida humana. Si donde antes nadaban peces ahora yace un enorme desierto… la continua evolución de las cosas es tan notoria como evidente. Quizá ciertas frases que por tópicas acaban cansando tengan algo de razón, quizá nada dura para siempre.