Carezco totalmente de ídolos o fetiches. Creo que quien mucho tiene de una cosa, otro tanto carece de otra. Sin embargo, sí que encuentro personas con ideas, vidas o experiencias cuanto menos inspiradoras. A la gran mayoría de éstas las he conocido viajando, o son, como no podía ser de otra manera, viajeros. Creyendo que es de bien nacido ser agradecido, he querido crear a modo de humilde homenaje una sección en esta página web a esa pléyade de almas cuyas aventuras me han o bien ayudado o motivado a lo largo de mis viajes, o bien a digerir a la vuelta lo vivido en éstos.
Cuando empecé a interesarme por los viajes y libros viajeros, todas las fuentes no dudaban en recomendarme la “Rihla”. Éste es un término con el que el árabe clásico se refiere a un gran viaje, generalmente para recabar información espiritual y sabiduría relacionada con el Islam. El libro más representativo de la Rihla es “Regalo de curiosos sobre peregrinas cosas de ciudades y viajes maravillosos”, conocido en castellano como “A través del Islam”, de Ibn Battuta, y con él me hice en una biblioteca pública. La edición que tenían hubiera valido, por sus dimensiones y peso, para hacer músculo con ella. Me la ventilé, rápido, en menos tardes – y sus correspondientes noches- que la que cuento con los dedos de una mano. He preferido no alargar este texto con la historia de Ibn Battuta, existiendo tantos escritos en la red, que con gran acierto narran las peripecias de sus veinticuatro años de periplo.
En la tumba de Ibn Battuta, tras mi primer viaje a África.
Era mi primera vez en África. Había ido y vuelto por tierra desde Sevilla hasta Guinea-Bissau. A la vuelta, justo antes de cruzar el estrecho de Gibraltar en barco, me detuve en la medina de Tánger para rendir homenaje a Ibn Battuta en su ciudad natal. Preguntaba por ella a los transeúntes, recibiendo caras de asombro, hasta que llegué tras un buen rato perdiéndome entre las angostas calles a un pequeño edificio blanco. Tenía el mismo aspecto que el resto de las casas que lo rodeaban, dos pequeñas ventanas con cristales pintados a brocha a juego con una puerta metálica cerrada a llave. Unos niños jugaban a la pelota haciéndola rebotar sobre la pared, y una placa sencilla afirmaba en francés que en ese edificio era, efectivamente, en el que descansaban los huesos del mismísimo Battuta.
Y entonces recordé de repente las sensaciones que en mi pubertad me invadían leyéndolo, tan impresionado que a veces me repetía que todo aquello no podía ser real. Lo achacaba al propio paso del tiempo, y es que los seiscientos cincuenta años que nos separan de la época en que vivió el marroquí no han pasado en vano. La cultura, el mayor patrimonio que la Humanidad se regala a si misma, evoluciona y pensaba que del mismo modo que varias especies animales se han extinguido, igual lo habrían hecho tantas de las costumbres y tradiciones que leía. Por otro lado, me persuadía mentalmente con un “corren otros tiempos”, tratando de convencerme de que las aventuras que página tras página se me desvelaban correspondían a otra época, y que vivirlas hoy día sería empresa imposible.
Camellos en el desierto, cerca de donde distinguí al grupo de nigerianos.
Y me transporté irremediablemente a algo más de un mes atrás, cuando haciendo autostop en una pista de tierra mauritana distinguí en el desierto a varios hombres de raza negra. Extrañado al no verles acompañados de camellos, corrí con curiosidad hacia ellos. Venían desde Nigeria, a pie, y cuando me contaron sus varios meses de periplos desde su tierra natal, burlando controles armados, guerrillas y rara vez en algún vehículo, trabajando puntualmente por el camino, para poder alcanzar Marruecos, me sentí insignificante. A mis veintidós años, recorriendo África en solitario, durmiendo al raso, o con pescadores bajo acantilados como aquella noche, me sentía un explorador. Afortunadamente, viajar te pone en tu sitio de un santiamén, enseñándote cuán relativo es todo. Hubiera dicho que no le llegaba ni a la suela a aquellos héroes, sino fuera porque además caminaban descalzos. Oír de la boca de aquellas personas los motivos que les habían hecho partir callaba a cualquiera. Eran agricultores a los que habían robado sus tierra. ¿Acaso no hubiera partido yo también de mi propio país si tener una vida digna en él fuera imposible? Pensé que el mismo Battuta también se hubiera arrodillado.
En el silencio de aquella calle tangerina, recordé también las zonas más rurales de Guinea y Senegal, donde al no existir carreteras caminaba para llegar a poblados, preguntando a mi llegada por el chief (el jefe) o el marabú (algo así como “el brujo”). Con su beneplácito a mi petición de poder caminar por sus aldeas libremente – y el que lo anunciasen públicamente-, el miedo de sus habitantes se esfumaba instantáneamente, siendo bienvenido no sólo en las calles, sino hasta en las propias casas. Otras veces esa aceptación me permitía caminar entre esos asentamientos, donde al existir zonas sagradas para los animistas, debía extremar cuidados al pisar, más aún tocar, y varias veces ser acompañado. Para bien o para mal, políticos y religiosos siguen manteniendo la cohesión de muchos pueblos, y la tranquilidad de sus gentes recae en ellos. Recapitulaba interiormente las desventuras de Battuta, con quien no oso siquiera compararme, cuando pedía permisos a los reyes o dirigentes de las zonas que atravesaba, para que le fuera legitimado el paso. Pero más aún recordaba sus divagaciones sobre la libertad del ser, o más bien la falta de ésta, al necesitar a alguien que denotando cierta autoridad, reforzase la cohesión del poblado como conjunto. ¿Por qué había algún empoderado en el pueblo, religioso o político, que coordinase las decisiones del mismo? Parece inherente al humano que, aquí o allá, existan ciertas escalas sociales, implícitas o no, para el funcionamiento social. ¿Qué clase de normas estamos innatamente dispuestos a acatar en beneficio del grupo? ¿Y del propio? ¿Qué une al propio, con el del grupo? Ignoro cuán grande le vendrían todos estos pensamientos a Ibn Battuta, pero a este respecto, a mi aún me quedaba y queda mucho que aprender y madurar.
En una jaima como ésta nos alojaron Moktar y su esposa.
Otra vez, cayendo el Sol, me recogió en su coche un conductor mauritano. Cruzábamos el Sahara bajo el manto estrellado que cada noche bendice estas tierras. Se sentaba atrás una chica maliense de quince años, y los tres hablábamos en francés. El motor se calentaba cada pocos kilómetros forzándonos a parar. En uno de los obligados descansos, sobrevino una tormenta de arena, y corrimos a refugiarnos en unas jaimas cercanas a la pista. Mi precario árabe me dejó entender un “Bismillah” y “Allah akbar” (“En nombre de Dios” y “Alá es grande”) como toda carta de presentación del conductor a sus dueños: una longeva pareja mauritana que ataviados con los ropajes nacionales, no tuvieron reparo en que fuera de madrugada para ser despertados, alojarnos en una de las jaimas, y agasajarnos con leche de camella recién ordenada. Siguiendo la costumbre, los cinco bebíamos de la misma palangana. Yo estaba febril, tenía escalofríos y el estómago ligero, probablemente a causa de algún virus. La joven maliense tenía todo tipo de cuidados y dulzura conmigo. Y muchos más tuvo el dueño de aquellas jaimas, que mientras ordeñábamos las camellas me relataba con la inocencia de quien en sus últimos años de vida ha asimilado que ésta debe vivirse sin máscaras, los pormenores de su vida. Respondía cuidando cualquier minucioso detalle las mil preguntas de toda índole que le planteaba. Costumbres, tradiciones, particularidades lingüísticas, o folclore extinto, amén de matices sociales y familiares de la idiosincrasia mauritana. Reíamos al escuchar roncar al conductor, que exhausto, era ajeno a lo útil y didáctica que me resultaba aquella charla. Al explicarle mi encuentro con los nigerianos, sentenció con toda naturalidad con un “Ah sí, como los esclavos que teníamos antes”. Estómago, escalofríos y mente se revolvieron ipsofacto. ¿Esclavos? No me sorprendía tanto la afirmación, pues de sobra conocía el prominente tráfico de esclavos en esta zona de África, y que pese a su teórica abolición en 1980, se siguen estimando en varias decenas de miles los bussús (nombre que reciben estas personas subyugadas) que permanecen sometidos por familias mauritanas y otros países vecinos. El diálogo, casi monólogo, se alargó varios minutos, en los que recordaba otras veces en las que he escuchado en África toda clase de aberraciones a estas personas condenadas vitaliciamente a la servidumbre. Mi sorpresa venía al observar cómo Moktar, quien años atrás fuera nómada en su propio país, pudiera hablar de esclavitud y sometimiento de personas con pasmosa naturalidad, confirmando la total asimilación interior de semejante tiranía, mientras que a su esposa, otros visitantes que azarosamente pasaron por allí, y a nosotros mismos, nos colmaba como a hijos de cuidados y exquisitas formas. Entendía en ese hijo del desierto aquello de la dualidad humana, las dos caras de la moneda, el blanco y negro, bien y mal, el arriba y el abajo. ¿Será parte de nuestra propia naturaleza esta dicotomía? ¿Sería yo, en las mismas condiciones que Moktar, otro pasivo partidario de la esclavitud? Nos despedimos con un “Ojalá volvamos a vernos, me ha encantado conocerte”. “Insha’Allah”, (ojalá, en árabe) respondí. Pasé otras veces por la misma pista, pero nunca volví a ver la jaima de Moktar…
Abandonando Tanger en barco…
Y varias historias más se me pasaron por la cabeza, en uno de esos segundos que duran horas, frente a la tumba del viajero… He vuelto varias veces más a África. Y a Tánger. He seguido otras huellas de Ibn Battuta, tanto en este continente como en otros. Y tan para bien como para mal, he vuelto a desconcertarme por la capacidad de mi propia especie. Ahora, con otra óptica, carcajeo al recordarme tan iluso, sobre la cama, con aquella primera leída de la “A través del Islam”, y pensando para mis adentros que aquellos tiempos de aventuras, viajes de enriquecimiento interior o esclavitud eran cosa del pasado.