“Imposible para extranjeros”. Con tan tajante corte y no sin cierta condescendencia me negaba aquel funcionario de la casa de Arunachal Pradesh mis petición de un Inner Line Permit, el necesario permiso para visitar el estado al que representaba. Había cierta burla en todo aquello, pues él me sabía consciente de que por la cantidad adecuada cedería. Como parte del juego, me dio el teléfono de quien tramita los permisos. Le llamé, nos reunimos, y poco después le entregaba la documentación requerida además de unos cien euros en rupias indias, casi mi presupuesto para todo un mes. Aquel día cumplí años haciendo lo que más me gusta: viajar. Lo que aquel funcionario ignoraba es que su promesa, “cuando esté listo el permiso te avisaré”, era el mejor regalo que podía hacerme. Tres semanas después, tramitado y firmado el costoso papel, me tomó un día de autostop llegar desde Meghalaya hasta la misma frontera de Arunachal. Me costó conciliar el sueño, no por el duro banco sobre el que dormí en una estación de autobuses, sino porque al día siguiente cumpliría un sueño.
[Suena el gong y es hora de ir al colegio]
Arunachal Pradesh es tan poco conocido en India como raramente visitado por sus habitantes. Su nombre significa literalmente “Tierra por la que nace el Sol”, y es que su localización, en el cuerno noreste del país, le hace ser el primero en ver amanecer. Humilde en extensión, sus montañas condensan una envidiable pluralidad cultural gracias a los varios grupos étnicos que las pueblan confiriéndole una personalidad única. En algunas zonas es habitual ver a sus habitantes complementar sus vestimentas con partes de animales, cargar machetes y armas de fuego o practicar rituales de religiones casi extintas. La medicina es a veces practicada por curanderos que aprenden en herencia los remedios naturales con que tratar cada caso, y a la gran mayoría de sus habitantes les es indiferente pertenecer a India o a la vecina China, pues no se identifican con ninguno de ellos.
En el control fronterizo me bajaron del vehículo para interrogarme. “¿Por qué vas en transporte público y sin guía?”, me recriminaban. Con firmeza y el permiso en la mano respondí que su gobierno me autorizaba por escrito a moverme mi antojo en tales condiciones. Tras varias preguntas tensas, vinieron las sonrisas, tazas de té y apretones de manos acompañando a los deseos de que disfrutase de su región. Mis primeros días en Arunachal me dirigiría al valle de Tawang y al monasterio homónimo.
Son varios los motivos que me llevan a querer pasar algunos días en monasterios cuando viajo. Uno de ellos es el meramente cultural, y es que sabiendo la íntima relación que liga la idiosincrasia de cada zona con su religión, creo que ignorar esta última es comprender sesgadamente los pilares de la primera. Otro es un tanto más personal, y alejado de la presupuesta espiritualidad de estos lugares. Muchos monasterios han sido lugares donde en una suerte de universidad se ha escudriñado en algo aparentemente alejado de la religión y que nos atañe a todos: nuestra propia naturaleza. Entendernos, en definitiva, procurando dar respuesta al sentido de nuestra existencia, algo tan sencillo de escribir y que siglo tras siglo sigue creando debates, escribiendo libros y causando guerras. Sin importar la fe que se predique, pues si se sabe dónde acudir estos centros transgreden el maquillaje de cada credo particular para converger en el citado propósito, estos lugares son, de alguna manera, escuelas que han permanecido vivas a través del tiempo, no por la historia del edificio en cuestión, sino por que en ellos se siguen impartiendo enseñanzas que han sido maduradas durante generaciones. Es cierto que no todo lo que reluce es oro. Hay mucho charlatán, oportunista y farsante, al igual que quien aprovecha la religión como arma política o social. Pero en contraposición existen muchos sabios que han trascendido esa barrera del propio ego, la de querer ser más o resaltar, y no hacen sino estudiar nuestra propia especie. Las personas más interesantes que he conocido así como las conversaciones más reveladoras las he tenido en monasterios. Por ello, desplazarme a los que selecciono cuidadosamente justifica muchos de mis viajes.
[Tras cruzar la puerta que da la bienvenida al valle de Tawang]
Tras un día de continua conducción, caía el atardecer cuando cruzamos paso de Sela, a 4170 metros de altura. Una puerta lo corona, dando la bienvenida al valle de Tawang. La temperatura bajaba de cero grados y había nieve en los laterales de la pista. Alcanzamos finalmente el pueblo con la noche bien entrada, y a oscuras localicé tiritando un dormitorio para camioneros, mucho más barato que los hoteles cercanos, donde no tardaría en quedar dormido bajo tres mantas.
[Mujeres monpa hacen girar ruedas de oración camino al monasterio]
Ayudado por los ronquidos de los conductores, que toda la noche parecían haber rivalizado por la mayor sonoridad de sus inconscientes gruñidos guturales, no me fue difícil abandonar a primerísima hora la habitación. Las plantas seguían congeladas y el suelo resbalaba por el rocío. Los rayos del Sol apenas despuntaban las cercanas cimas, pero la vida en la calle comenzaba temprano. Los mercaderes preparaban sus tenderetes, y ancianos encorvados hacían girar los molinillos de oración tanto en las paredes como los de sus propias manos. Se trataba de los monpa, los pobladores oriundos del valle de Tawang, que continúan vistiendo sus coloridas ropas tradicionales preparadas para el frío rematado con un gorro de varias puntas confeccionado con pelo de yak. Raro era quien no colgaba una mala (el equivalente budista/hindú de un rosario) de su cuello, o rezaba mientras hacía pasar las cuentas del collar entre su pulgar e índice. Pero lo que más me agradaba era su bonachonería. Eran niños en cuerpos de adultos que al verme pasar no dudaban en sonreír y hablarme durante minutos en su lengua natal, sin detenerse pese a que explicase que no entendía nada. Afortunadamente uno de ellos acompañó de gestos sus indicaciones para llegar al monasterio.
[Primera vez que vi el monasterio de Tawang]
La primera vez que lo vi en la distancia me recordó a una ciudadela medieval. Los curiosos novicios que en él conocí me explicaron que en su interior viven unos quinientos cincuenta monjes. Durante un rato me senté en el patio, centro neurálgico del complejo religioso, para observar su ambiente. Hablaba con uno u otro monje, y cuando horas después me volvían a encontrar me preguntaban riéndose: “Anda, ¿pero aún sigues aquí?”. Expresé a uno de los cabecillas mi deseo de compartir durante unos días la vida del monasterio, y poco después me asignaron una de las casas. En ella vivían ocho monjes, cinco de los cuales eran novicios, otros dos que ya en una edad adulta habían confirmado querer consagrar sus días a la vida monástica, y un último más longevo cuya experiencia le convertía en tutor del resto. La cama era dura, consistente en una tabla de madera gruesa sobre la que se extendía un colchón de apenas un dedo de grosor.
[Esa fue mi cama los días que pasé en Tawang]
Había acudido a Tawang buscando a dos monjes de los que tenía referencias. Una vez pregunté por ellos, intuí por los gestos gratamente sorprendidos que buscaba a las personas correctas. Pero no estaba de suerte. Ambos se encontraban aquellos días en otros monasterios. De cualquier modo, más por su propio carácter que por la religiosidad de aquel centro, todos en la lamasería me hicieron sentir desde el comienzo como uno más. Me informaron de a qué horas debía pasar por la cocina, donde extrañados y curiosos al tener un extranjero entre los fogones, se aseguraban de que no pasara hambre. Sacaba libros de la biblioteca como si fuera la propia, asistía a las ceremonias cerradas al público y me movía con total libertad por pasillos y dependencias varias. Estaba en casa.
[Cocina con fogones gigantes para dar de comer a centenares de monjes.]
A primera hora hacían sonar los didgeridoos tibetanos, pero para mi el día comenzaba mucho antes. Uno de los monjes que hablaba bien inglés me tomó simpatía y esperaba antes del amanecer en una biblioteca donde atesoraban mantras antiguos escritos en papel apergaminado o tallados en madera. Eran textos canónicos del budismo, recopilados durante años, que mi nuevo amigo se encargaba de traducirme detalladamente antes de discutir sobre ellos. Muchas veces, por no decir todas, las enseñanzas eran sencillas. Pensamientos simples y eminentemente prácticos que tantas veces había leído o debatido con otras personas, a los que ahora con enorme humildad mi nuevo amigo siempre me aportaba otro punto de vista mucho más amplio, cuando no me hacía alguna pregunta que derrumbase cualquier teoría que yo quisiera defender. Con aquellas “vueltas a la tortilla” entendí claramente que saber no es lo mismo que conocer, y que conocer dista mucho de comprender. Me parecía asombroso que con tan pasmosa clarividencia alguien pudiera durante tanto tiempo disertar sobre aspectos tan ínfimos y sutiles de la propia naturaleza humana y su psique usando términos propios de una clase de primaria. Escuchándole, tenía la sensación de quedarme tanto por aprender sobre mi propia especie que una vida no es suficiente.
[El sonido se escuchaba por todo el valle. Las montañas del fondo marcan la frontera con Tibet]
Si bien no encontré a los monjes que buscaba, aparecieron otras personas interesantes que destacaban entre los demás. Uno de ellos era un profesor de la escuela adjunta. Él mismo inició sus estudios en ese mismo centro antes de completar la más completa formación budista que puede obtenerse en la prestigiosa universidad de Varanasi. Entre el jurado ante el que leyó su tesis doctoral se encontraba el mismísimo Dalai Lama. Cuando ambos volvieron a encontrarse años después, el líder religioso exclamó: “¿Por qué vas sin hábito? ¿Ya no eres monje?”. El profesor indicó que se había casado a lo que el Dalai Lama respondió sonriendo: “Genial. Más que genial. Ahora tu esposa y familia serán tu religión y podrás dedicarte plenamente a ellos”. Si bien corroboré su tremendamente vasto conocimiento sobre budismo, que compartía con humildad, me interesaba mucho más saber qué le llevó a colgar el hábito. Su respuesta fue clara: “Tuve ganas de casarme y entendí que esa era mi naturaleza.”
Simpatizo con la faceta práctica del budismo, que más que religión en el sentido dogmático del término es una doctrina que analiza las causas del sufrimiento humano, y ofrece soluciones pragmáticas para erradicarlo. La estereotipada imagen de un bonachón en túnica naranja y cabeza rapada meditando en flor de loto era inexistente en Tawang. La gran mayoría de los monjes salían a primerísima hora del monasterio a distintos puntos del valle y regresaban con el Sol ya caído. Aquello que a priori no me cuadraba se me antojó a posteriori como algo elemental: buena parte de la comunidad dedicaba su vida a ayudar a otras personas.
Otro monje que recuerdo con agrado era el más versado en meditación, que al enterarse de mi interés por esta disciplina dedicó muchas horas a explicarme técnicas concretas. Enfatizaba, argumentándome porqué, la necesidad de trabajar sobre la compasión. Además, me remarcaba que como todo en la vida, hay que dejar que el tiempo macere lo trabajado. Los beneficios de la meditación no llegan de la noche al día, ni mucho menos. De igual manera que el ejercicio físico requiere de constancia para que el propio cuerpo asimile su efecto, el cerebro también necesita adaptarse.
Me fascinaba la templanza con que los monjes encajaban mis preguntas, incluso las que “atacaban” sus propias explicaciones. Donde otros hubieran tratado de defender rebatiendo su postura, ellos respondían inalterados con envidiable ecuanimidad. Claramente, tenían mucho más trabajada que yo la compasión. Les inquirí sobre el hecho de que existiesen estatuas, figuras o imágenes a las que los fieles rezasen, e incluso a que hubiera fieles, y es que el budismo recalca que el camino a la liberación – a eliminar el propio sufrimiento-, no depende más que de uno mismo. No existe ninguna deidad. Buda no es más que una persona, como tú, que encontró la manera de erradicar el sufrimiento, lo que se conoce como iluminarse. Y el potencial para hacer lo mismo nos iguala a todos. Y en total sintonía con mi crítica, los monjes me puntualizaron que admirar un Buda no es rezar ante ningún dios, sino recordarnos la capacidad de iluminarnos, que nuestra propia naturaleza o día a día se encarga de hacernos olvidar. Ni siquiera muchos monjes llegan a entender o trabajar las enseñanzas de Buda, y tanto menos los hacen muchos ciudadanos de a pie que profesan esta fe. Es algo bastante humano necesitar aferrarse a algo palpable, y eso explica el que existan muchos rituales que cualquier monje avanzado acaba descubriendo innecesarios.
[Biblioteca en la que empezaba el día]
Una mañana, tras mi placentera charla en la biblioteca, decidí conocer un lugar de interés cercano: un ani-gompa, o monasterio femenino. Conducía a él un escarpado y duro sendero, a veces del ancho de una persona, que sorteaba en pocos metros enormes desniveles, regalando en recompensa a los escasos visitantes (algún peregrino o paisano del valle) unas vistas espectaculares del valle de Tawang, flanqueado a un lado por las montañas de Tibet y al otro por las de Bhután. Tal y como llegué, las sorprendidas monjas me ofrecieron galletas y té. Era una comunidad pequeña, de apenas diez clérigas, todas con la cabeza rapada y hábitos rojos. Ninguna hablaba inglés, así que no pude profundizar en el lugar como hubiese querido, pero aún así me enseñaron el monasterio mural a mural dándome explicaciones en monpa, y luego bromeamos sobre el frío que en invierno pasaban allí.
[Volviendo del anigompa. Las dos paisanas viajaban a otro poblado a pie.]
La importancia histórica del valle para el budismo es notable. El actual Dalai Lama escapó a través de él de la ocupación china de Tibet para refugiarse en el monasterio, y en una diminuta aldea cercana nació siglos atrás el sexto Dalai Lama. Una mañana decidí acercarme a conocer su casa natal. Encontré una hacienda cerrada, con pequeñas estupas teñidas con cal que no hacen en absoluto honor a la personalidad que recuerdan. Quizá en ello resida el encanto del lugar. Dos paisanas en una casa cercana guardaban la llave y curiosidades para rellenar un par de horas de conversación que un viajero de Meghalaya que estaba por allí se encargó de traducirme. Tras pasar un tiempo con ellas entendí el porqué de la enorme salud de los monpa: tanta actividad física por los escarpados valles, que obliga a subir pendientes o cargar pesados sacos, mantiene el cuerpo a tono hasta bien avanzada la vejez.
[Casa natal del sexto Dalai Lama.]
El invierno en Tawang es terriblemente duro. Los lugareños recogen leña todo el año para calentarse los días más extremos, y la escuela cierra un par de semanas en las que muchos monjes y estudiantes vuelven a sus poblados. Cuando empezaron a tomar mi presencia como natural, también vinieron las bromas: “Cuando nos vayamos, tú serás de los pocos que se queden aquí”. Lo que ellos no se imaginaban es que cuantos más días pasaba con ellos, más me planteaba hacer realidad su broma.
[Secando grano de cereal en el patio del monasterio]
Un día, encontrándome en el templo, me enteré de que la semana próxima traerían unos restos de Buda. Era un evento que requería de no pocos preparativos en el monasterio, y que congregaría a visitantes de todo el valle y algunos vecinos. Yo ayudé colgando unas banderas. Mientras las alzaba recapacitaba. Podía haber estado allí una temporada más, pero de poco me sirve aprender la teoría si no se traduce en una práctica. Tenía ganas de volver fuera de la vida monástica, y revertir lo aprendido. De seguir meditando, asimilando y dejando aparecer nuevas preguntas. Siempre quedaría tiempo para volver a Tawang, o a otros de los tantos monasterios con cuyos monjes deseo convivir, y poder responderlas. El cuerpo, fiel a mi naturaleza, me pedía seguir viajando. Así, una buena mañana me despedí de aquella entrañable comunidad, y seguí mi camino por el sorprendente estado de Arunachal Pradesh.
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