Quizá hayas escuchado hablar alguna vez de Shangri-La. Esta ciudad mitológica de ubicación desconocida, afamada por la espiritualidad y enseñanzas impartidas por sus habitantes, ha sido de uso recurrente en el imaginario artístico, literario y audiovisual del pasado siglo. Son muchas las zonas donde se ha supuesto emplazada dicha urbe, casi siempre vinculada al Himalaya, y no recuerdo dónde leí hace tiempo que el valle de Menchuka era una de ellas. Tras haber pasado unos días viviendo en un monasterio budista, decidí viajar hasta allí para comprobar de primera mano qué encontraba.
Había viajado desde Itanagar hasta Along en posiciones dignas de instructor de yoga, evitando con las manos golpear el techo del vehículo en cada bache de la pedregosa pista. Una vez en Along, subí a otro vehículo que poco después del amanecer partía a Menchuka. Una ojeada al mapa quizá no revele lo trabajoso de acceder a este valle, pues la línea que represente la carretera será incapaz de adivinar esa suerte de camino, por supuesto sin asfaltar, que tímidamente se abre paso entre frondosas selvas, valles, y a veces junto a cascadas. Más frecuentada por monos y otros animales que por vehículos, la ruta era inexistente hace apenas veinte años, dejando a los habitantes de la zona en un peculiar aislamiento. Llegué helado de frío y con nada de sueño a pesar de no haber dormido. Pedí una habitación en el único hostal y una sopa tibetana en un restaurante familiar vecino. Supliendo con La Luna llena la luz de las carentes farolas paseé un rato antes de caer rendido bajo la manta.
Abrí los ojos con los primeros rayos, pero Menchuka ya estaba despierta. Donde la electricidad es escasa se vive con el Sol. La escarcha cubría las faldas del valle que cobija este pueblo, y las plantas aún heladas confirmaban mis motivos para haber tiritado toda la noche. Queriendo encontrar algún resto del mitificado pasado del valle, me hice entender como pude hasta que los nativos me orientaron hacia el viejo monasterio. Las indicaciones eran claras: debía caminar al Norte. Y eso hice. Tan pronto me separé unos kilómetros del poblado, quedé impresionado por los tonos del paisaje y su luz. No soy fotógrafo ni nada que se aproxime, pero ya a la llegada el día anterior había notado una luz distinta en aquel valle, una iluminación que no había visto en ningún otro lugar del mundo y que atribuí a la altura, reflejo de las cercanas cumbres o algún efecto óptico. Las montañas que parapetaban el horizonte servían de frontera natural con Tibet, y sobre una colina que se elevaba en mitad del valle distinguí el monasterio que buscaba.
¡Ai-ho, ai-ho, al campo a trabajar!
Me costó encontrar entre las plantaciones anegadas un camino, debiendo retroceder varias veces. Llegué a la cima de la colina jadeando, sudoroso y con las zapatillas empapada para encontrar una chocante sorpresa: la madera con que estaba construido el edificio confirmaba su relativa juventud, y su arquitectura lo asemejaba más a un rancho americano que a un monasterio tibetano. Todo lo que había imaginado sobre el lugar distaba sobremanera de lo que veía. Por si no fuera suficiente, la puerta estaba cerrada. Con un par de voces sólo conseguí asustar a las cuatro gallinas que picaban semillas frente a una caseta adyacente. Finalmente, salió de ella un somnoliento muchacho. Vivía en un pueblo cercano, y en una especie de trabajo comunitario aquella semana le correspondía a él cuidar el lugar. Con mucha predisposición, no sólo me abrió las puertas del monasterio sino que durante más de media hora me explicó cada una de las figuras de su interior, que efectivamente sí correspondían al edificio primitivo. Una exquisita colección de máscaras representando demonios y otros seres mitológicos, artefactos varios para rituales y ceremonias, túnicas o sofisticados mandalas colgaban de las paredes atestiguando un pasado del lugar un tanto más activo.
Una figura humana con presuntuosos rasgos divinos reposaba sobre una silla de tres patas. El rayo de luz más cercano lo iluminaba tenuemente, dejando ver el polvo en suspensión la escasa limpieza del lugar. A mi pregunta sobre quién era vino un gesto pasmoso. ¡Es Guru Rimpoche! No había reconocido al fundador de la orden budista Nyingma, que predicó las bondades de esta religión por todo el territorio tibetano. Este monje que recibe casi tanta devoción como el propio Buda, encontró siete lugares únicos por el mundo, caracterizados por su predisposición para el desarrollo personal, la felicidad y el establecimiento de comunidades budistas alejadas del mundo. Escuchando aquellas palabras la idea de Shangri-La volvió a aparecer por mi cabeza. Eran los “termones”, personas de elevadas cualidades morales los que se dedicaban a buscarlos siguiendo las llamadas “termas”, o pistas que el propio Rimpoche escondió inteligentemente en lugares selectos que estos termones deberían encontrar en épocas de declive o amenazas para refugiar en ellos a sus comunidades.
Desde el monasterio, aún fascinado por las vistas, seguí mi camino hacia otro lugar que me atraía de la región: la cueva en la que se retiró a meditar Guru Nanak, el instaurado de la religión Sikh. El último tramo antes de la cueva atravesaba una zona militarizada. Los soldados que custodiaban su entrada, cuyo turbante y larga barba delataban que profesasen la fé sikh, tan extrañados como contentos al ver que caminaba al sacro lugar, no dudaron en dejarme pasar. En un momento dado, entre las coníferas que se extendían a ambos lados de la pista distinguí dos ciervos enanos, oriundos del Himalaya.
Camino de la cueva donde meditó Guru Nanak.
Junto a un río encontré un cartel de madera indicando la proximidad de la cueva. Me chocó encontrar una indicación tan escueta teniendo en cuenta lo acogedor de los gurudwaras (templos sikhs) repartidos por toda India. Una caseta humilde con algunas fotografías en la pared daba paso a una escalera tan descuidada como inclinada, llena de moho por la que inevitablemente resbalabas al descender. Desconozco cuánto de santo o qué logros internos lograría Guru Nanak, pero admiro su capacidad ascética para haber pasado años como ermitaño en aquel entorno. La cueva en cuestión tiene el ancho de un cuerpo ladeado, impidiendo otra posición que no fuera la erguida, la humedad es constante y las temperaturas bajan de cero varios meses al año. Más tarde averiguaría que fueron varios los años que allí dedicó a la vida ascética.
Restándome aún unos dieciséis kilómetros para alcanzar Menchuka comencé la vuelta. Caminaba ligero cuando al pasar de nuevo junto a los barracones militares cuya presencia,evidentemente, no era casual. La vecina frontera con Tibet, conocida como línea McMahon, es constantemente vigilada temiendo la ambición expansionista del gobierno chino que ya la traspasó en 1962. Al verme, unos soldados me saludaron. “¿Español? ¡Pero qué se te ha perdido por aquí, hermano! Has comido, ¿verdad?«. En ese momento mi cara debió hablar por mí. Absorto por las impresiones, no había probado bocado en todo el día y el hambre vino de repente. Ser militar en India está bastante bien visto socialmente, el salario es decente en los estándares del país, y los destinados a zonas remotas, como Cachemira o el valle en que me encontraba, reciben además un sobresueldo. El maratón gastronómico con que me agasajaron incitaba a alistarse con ellos. Cuando llegó el postre ya estaba rodeado por una buena corte de generales y otros altos mandos que curiosos por el extranjero glotón vinieron a curiosear. La conversación, una vez supieron mi nacionalidad, tornó rápidamente a aquel idioma y religión que sin importar lo remoto o perdido que esté un pueblo une cada vez más a todos los habitantes del globo: el fútbol. Esquivando reiteradamente mis preguntas sobre sus labores en la zona, se sorprendían de que ignorase los últimos resultados de los partidos y más aún de que siendo español no tuviera conmigo alguna foto junto a algún jugador. Los días de Liga, como me confesaron, son fiesta en los barracones.
Llegando a Menchuka.
Al llegar a Menchuka rematé la paliza a mis piernas subiendo al único templo budista de la ciudad. Suerte, destino o mera serendipia, en él encontré a la persona clave de mi visita al valle. Justo cerraba la puerta del templo cuando me acerqué y presenté estrechando su mano. Accedió a mi petición de visitar un par de minutos el lugar advirtiéndome de antemano de que “allí no había nada especial”. Tras interesarse, con una sonrisa desenfada, por los motivos de mi viaje acabamos enzarzados en una larga conversación que culminó con una cena en su casa. Complementaba las explicaciones de cómo sus ancestros llegaron a Menchuka desde Sikkim o historias sobre la invasión bélica del valle en los años sesenta con viejas fotografías desteñidas o documentos históricos. Aquellos cajones, más propios de un museo que de un particular, evidenciaban el amor de mi nuevo amigo por la historia y tradiciones de su tierra. Lo mejor, yo aún lo ignoraba, estaba por venir: una invitación a recorrer con él en coche la zona para mostrarme lugares interesantes. Esbozando una lista mental de las tantas dudas que me aparecían, quedé dormido aquella noche.
Puntual a la cita, el particular “tour” empezó casi en la puerta de su casa. Unas banderas budistas y alguna inscripción recordaba el lugar en el que Guru Rimpoche había marcado el comienzo del valle doce siglos atrás. Con el conflicto armado de 1962, aquella “tierra prometida” perdía automáticamente su status poco importaba a sus habitantes la destrucción del sitio. Mientras conducía, mi nuevo amigo me hablaba de la clave económica del valle. “Estás casi siempre rodeado de él, pero casi nunca la ves”. Con el siguiente campesino acabó el enigma. En Menchuka abunda el yartsa gumbus, un potente afrodisíaco cuyo kilo se vende en algunos países por la friolera de treinta mil euros, y que ya era conocido siglos atrás. Tan conocida es la capacidad curativa de algunas plantas del valle que Menchuka en tibetano significa literalmente “aguas curativas por doquier”.
Donde hoy están esas banderas, Guru Rimpoche marcó siglos atrás el comienzo de Shangri-La.
Históricamente los nativos de Menchuka era conocida como “bárbaros”, del mismo modo que ocurría con los germanos al Norte del antiguo imperio romano. El ambiente del lugar cambió radicalmente con la huida masiva en el siglo XVII de numerosos tibetanos. Sin embargo, los reinos de los que huían en el mismo Tibet no tardaron en tasar a Menchuka con desorbitados impuestos que para satisfacer llevó a sus habitantes a someter a la esclavitud y trabajos forzados a las etnias vecinas. Siempre me ha resultado paradójica la imagen de espiritualidad que el Tibet prodiga por todo el mundo, cuando la teocracia de este país aplica las mismas trampas políticas y engaños a sus ciudadanos que en otras naciones. Aquello de “en todos lados se cuecen habas” también vale en el alto Himalaya, en el Tibet, en Menchuka y hasta en Shangri-La.
Había averiguado que los vehículos públicos que salen del valle estaban completos por varios días, por lo que a primerísima del día siguiente ya estaba en la carretera haciendo autostop. La gente local, al verme me advirtió de que con la escasez de tráfico era harto improbable que me recogiera nadie. Pasó una hora, que no el frío, cuando empezando a creerles pasaron frente a mi tres todoterrenos seguidos. Ninguno disminuyó siquiera la velocidad. El último paró en una casa a comprar comida, y corrí hacia él a jugar una última carta. En el coche viajaba Bojo, el ingeniero de Along encargado de las emergencias técnicas de Menchuka. Su cara de extrañeza al ver a un extranjero pedirle un asiento en su coche le hizo aceptar inmediatamente diría que más movido por la curiosidad que por ayudar. A veces pedía al chófer que frenase para cazar alguna ave con una escopetilla. “A mi mujer le encantan”, decía cada vez que hacía blanco. En el coche no faltaban cervezas, y el experimentado conductor circulaba tan rápido que creo que tardamos la mitad en llegar que a la ida. Antes de llegar a Along, Bojo me había invitado invitado varias veces a pasar unos días en su casa.
El enorme edificio de madera, de acuerdo a la tradición tribal de la zona, era compartido con su madre y toda su familia más la de su hermano. Ambos tenían dos esposas, con las que compartían cama junto a toda su descendencia. El hermano, profesor de escuela, me preguntaba si en España no era habitual casarse dos o tres veces. Ignoraba que ni siquiera en India la ley contempla tal cosa, y que este hecho no se trataba más que de una de las tantas “vistas gordas” del gobierno de Delhi otorgando beneficios legales en todas las Siete hermanas para mantener contentos a sus habitantes y evitar movimientos separatistas. La amabilidad y hospitalidad con que me obsequiaron las dos noches que pasé con esta gran familia merecen capítulo aparte. Los pájaros que Bojo había cazado complementaron una cena a base de verduras a la brasa (en el más literal sentido del término) que se mojaban en una salsa espesa a base de entrañas de peces y los mismos pájaros. Verduras que jamás había visto servían para acompañar el arroz y trozos de cerdo ahumados durante día por la misma fogata que ennegrecía toda la cocina (que sirve además de salón y a veces de dormitorio). Un hueso, espina, y a veces el cráneo de los animales que se comían debía siempre ser guardado y apilado encima del propio fuego, resultando al cabo de los años una curiosa colección.
Casa de la familia de Bonjo, un educado ingeniero, con la bandera donyi-polo al frente.
En Arunachal Pradesh sigue practicándose la religión Donyi-Polo, una adoración al “Sol y la Luna” inspirada en la tradición animista de la zona. El segundo día que pasé en Along Bojo me recogió tras el trabajo y me llevó a casa de un amigo. Era el dueño de la tienda más próspera del pueblo, y su hijo llevaba dos meses muy enfermo. Familiares y amigos cercanos esperaban en la puerta a un peculiar “guía” ataviado con una túnica blanca. Este “brujo” no obtiene tal título por herencia ni se beneficia económicamente de ello. Yo, siguiendo instrucciones de mi amigo, observaba el ritual inmóvil en una esquina. Una mesa entera de comida y bebida de todo tipo tardó escasos minutos en ensuciar todo el suelo, cayendo poco a poco con cada uno de los rápidos intercambios de mano que iban sucediéndose al ritmo de los cantos y gritos del guía. Más de la mitad de los dieciocho presentes, los que no participaron directamente en la acción, tenían el mismo gesto sorprendido que yo cuando vieron que en la misma habitación sacrificaban un cerdo de mediano tamaño. El habitáculo, teñido de sangre y restos de alimentos, sería ahora mucho más propicio para curar al joven enfermo, me aseguraban todos.
Con la madre y esposas de Bonjo y su hermano.
Al tercer día partí de Along, para seguir recorriendo Arunachal Pradesh, probablemente el estado más desconocido de India. No había encontrado Shangri-La, ni respuesta a muchas de las preguntas con que llegué al valle. Quizá, pensaba, Shangri-La verdaderamente no existe, o quizá a mi me falte mucho por aprender para saberlo ver, entenderlo, llegar a él. Quizá seguir viajando me ayudaría a madurar, a seguir formulándome preguntas, a responderlas con otras nuevas, a seguir buscando y mientras tanto seguir disfrutando de esos pequeños Shangri-La que el camino provee a veces.