Abrí este blog sin más pretensión que compartir mis vivencias viajeras, las reflexiones que me despiertan y dar voz a problemáticas que muchos medios suelen silenciar. El primer artículo que escribí fue «El tren más largo del mundo«, y en él conté lo que había vivido sobre esa serpiente kilométrica de vagones encadenados que, lenta pero robusta, rueda vertebrando en dos la infinidad del Sahara mauritano. Se trata de un tren minero en el que no hay billete ni vagones con asientos mullidos, sino que se viaja expuesto a la intemperie sobre toneladas de mineral de hierro. En los más de setecientos kilómetros de recorrido sólo hay una parada, y en el afortunado caso de que no haya retrasos, el trayecto dura más de veinte horas. Lo tomé un par de veces mi primera vez en África, y desde entonces no he vuelto a abordar un tren ni tan pictórico ni tan poco convencional. En viajes posteriores volví a África, volví a Mauritania, y por supuesto, volví al tren.
Paradójicamente, lo mejor de ese primer artículo (y los que vinieron después) fueron encuentros fuera de la pantalla. Uno de ellos empezó con un correo de MacGregor que derivó en una larga conversación, ésta en otra más, y tras una idea de proyecto por aquí otro por allá, unos meses después estábamos en Mauritania. Resultó que, después de haberme pasado la juventud soñando con viajes y aventuras frente a esos documentales con los que medio país acompaña las siestas, regresaba al país del desierto no para seguir conociéndolo, sino para ser yo quien rodase un documental junto al propio MacGregor, Adrián y Julio. Ellos, profesionales como la copa de un pino, se encargarían de las cámaras, sonido y demás parafernalia técnica. Yo de la logística. La vida, no me digáis que no, a veces tiene formas raras de guiñarte un ojo.
El asfalto llegó a Mauritania hace apenas una década, y sólo cubre un par de rutas que viento y arena suelen esconder. Ninguna de ellas llega a la inmensa superficie del país que el mar no baña. Por eso, el tren minero sigue siendo la salida fácil al exterior para la población que se asienta en los áridos secarrales de su interior. También sirve a comerciantes de todo pelaje que cargan en sus vagones el género que venderán en los mercados de esos asentamientos aislados. Así, hábilmente sujetos entre montañas de mineral es fácil ver motores, antenas, cajas de fruta, pasta o cuscús, material de construcción, animales vivos e incluso pescado que horas antes de abordar el tren navegaba en el Atlántico. Es, obviamente, vehículo para los mauritanos de a pie que buscando algún trabajo se desplazan a las ciudades de la costa, y para los saharauis que debido al muro de la vergüenza deben tomarlo para regresar desde los campamentos de refugiados de Tindouf a su país.
Y en la distancia, es fácil ver alguna de las familias herederas de una tradición semi-nomádica ya casi extinta que desde la calma de sus jaimas ven aparecer el tren por el horizonte confundiendo su silueta con la de sus camellos.
La idea era contar la historia del tren. O mejor dicho, de las tantas historias que inevitablemente confluyen en sus vagones. Hicieron falta dos viajes a Mauritania y miles de kilómetros por el desierto entre coche y tren para grabar trece horas de vídeo en bruto que el pulquérrimo montaje redujo a doce minutos. Cuando se estrenó, la icónica National Geographic se hizo eco de ello, plataformas como Vimeo lo eligieron como vídeo destacado y festivales de diferentes países lo premiaron.
Sin más presentación, aquí el resultado de aquel par de viajes. Os recomiendo verlo a pantalla completa, alta resolución y con auriculares.
Detrás de la cámara
Las largas esperas, el insufrible calor, los bocados de pan duro lleno de arena, los descansos en los lugares y posturas más inverosímiles, las sudadas para sacar el coche de Sidi de la arena, las personas – y personajes – que conocimos, las carreras, los contratiempos y mil otras historias que las fotografías no suelen reflejar quedarán en nuestros recuerdos y en los yermos páramos de aquel desierto.
Van aquí, sin embargo, algunas imágenes de aquello que se veía tras la cámara.