«La libertad querido Sancho,
es uno de los más preciosos dones
que a los hombres dieron los cielos,
con ella no pueden igualarse los tesoros
que la tierra encierra y el mar encubre…»
Miguel de Cervantes Saavedra
(Don Quijote de la Mancha)
Birmania es un país asombroso en todos los sentidos. Desgraciadamente, el férreo control que la Junta Militar que controla el país ejerce sobre sus habitantes ha convertido estas tierras en una cárcel a cielo abierto. Conocer en profundidad el día a día y vida de sus gentes es observar a escala microscópica lo que la macroscópica realidad nacional juega a nublar. Conflictos armados en todas las fronteras, guerras étnicas apoyadas por la propia Junta, exportación de opio a gran escala (Myanmar es el segundo exportador mundial tras Afganistán), esclavitud (sí, siglo XXI…), trabajos forzados, corrupción generalizada y un enorme etcétera escriben la rutina del país.
El Tatmadaw (ejército) nunca traicionará la causa nacional…
Paseando por el centro de Mandalay con Chip, una joven vietnamita que daba la vuelta al mundo y a quien conocí la noche anterior en un bus, tras una tan dura como fallida negociación para conseguir un descuento o un pase gratuito que nos eximiera de pagar los diez dólares que la Junta Militar cambia por un papel de un día de validez para visitar los templos principales y castillo real de la antigua capital birmana, nos topamos en las inmediaciones de una pagoda con una mujer de hipnotizantes ojos azules y expresión corporal ciertamente poco asiática. Se trataba de Cherry, una birmana sexagenaria con la que pasaríamos las siguientes horas y que me fue clave para conocer en mayor profundidad la peculiar idiosincrasia de este país.
Amigas de cherry. A las niñas pequeñas el tanaka (protector solar natural) se les pone en dibujos.
Expresándose en un envidiable inglés, esta antaño profesora, ahora vagabunda me presentó a otras personas cuya vida giraba en torno al templo en cuyo patio solía pasar las horas, desde algún vendedor de artesanía para turistas hasta los que lo mantenían limpio a cambio de dormir en su suelo. Era la traductora de todo tipo de preguntas que siempre acababan en risas, en unos minutos daba la sensación de que nos conociésemos de toda la vida. Todos acabamos sentados hablando de temas diversos. Chip contaba alguna curiosidad vietnamita, los burma (que aparte del gentilicio de este país en inglés es la etnia mayoritaria, que habita en las provincias centrales) la contrastaban con alguna suya y yo hacía lo propio. Tras salir del templo, e interceder por mi ante la mujer que me exigió el famoso billete, nos sentamos en un bar a tomar té. Había notado que Cherry conocía a la perfección la historia del país, habiendo estudiado en la universidad y empezó a contarme cómo para aprenderla correctamente, había tenido que comprar libros extranjeros de contrabando, pues la dictadura censuraba el propio pasado nacional. Igualmente como docente debía enseñar otra versión distinta. Tanto licenciados universitarios como escolares recibían una formación planificada en los despachos de Rangún, y en esos mismos despachos se decidiría tiempo más tarde que Cherry (y otras tantas personas) dejasen de ejercer como docentes, de un día para otro.
Cherry y su joven amigo monje.
Por la forma de moverse, hilvanar oraciones, gesticular, reír, y la naturalidad con que saludaba a todo el mundo Cherry se me antojaba una niña pequeña. Un joven monje amiguete suyo, cuyo nombre no recuerdo, se sentó con nosotros, desvelándome todo los secretos del ‘kum’, una mezcla de cal muerta, nuez de areca, hierbas que desconozco y algo de tabaco, todo bien envuelto en una hoja de betel. Que si pones más de ésto que de lo otro dura más en la boca, que si esto ‘así en vez de asao’ está malísimo, que si sin esto no tiene textura, y así todos los truquillos de este adictivo y euforizante mejunje, cuyo mascado bien podría ser deporte nacional del país. Luego es escupido diluido en saliva haciendo que las aceras de cualquier ciudad compartan colorido, y dejando además carcomidas las dentaduras de sus mascadores. Era el primogénito de su familia, y uno de sus hermanos seguía en prisión tras las manifestaciones que los monjes llevaron a cabo en el año 2007, viéndose obligados hijos y madre (su padre y otro hermano fallecieron en una revuelta años atrás) a firmar diariamente en un edificio gubernamental. De no hacerlo alguno de ellos, acompañarían todos a su hermano en prisión. Tampoco podían optar a un trabajo pues nadie contrata a alguien cuyo nombre esté escrito en los papeles de la Junta para evitar sospechas y problemas.Ahora todos los hermanos eran novicios, así lograban cubrir sus necesidades básicas y ayudaban económicamente a su madre proporcionándole comida. Este joven me contaba (o más bien a Cherry que traducía) estas historias con la simpleza del que relata cómo subirse al bus. Nunca dejaba de sonreír. Al intentar profundizar en el asunto de las manifestaciones, Cherry me guiñó un ojo y poco después nos fuimos apresuradamente. El joven monje, claramente nervioso, se despidió y partió hacia el otro lado de la calle.
Jóvenes monjas novicias.
Más tarde Cherry me explicó que mientras estábamos sentados había llegado un cliente habitual de ese bar conocido por su vinculación a la Junta, y estando estos temas prohibidos por ley, no era adecuado seguirlos tratando allí. Me contaba cómo algún local había tenido problemas al ser pillado in fraganti hablándolos con algún extranjero, y son frecuentes los interrogatorios al verles hablando con alguno. Tener problemas con la autoridad birmana es jugar con fuego en un país donde quemarse supone tres años de prisión y una posible implicación de tu familia en tu pena, o aplicárseles condiciones sociales todavía peores amén de sanciones económicas. Ni que decir tiene que está prohibido tanto recoger a autoestopistas, como acoger a alguien en tu propio domicilio. A mi salida del país comprobé que Cherry había sido con diferencia la más abierta tratando sin pudor todo tipo de temas, eso sí, siempre que andábamos entre árboles y hablando casi cuchicheando, pues como ella misma decía “in this country you never know”.
Michael Jackson se lleva toda la atención.
Cherry comía gracias a unas amigas que echaban un puñado de arroz más a su olla y le guardaban algo de salsa con que acompañarla. Por más que me empeñé,no hubo manera de que no la compartiera con Chip y conmigo. Como viejos amigos que se reencontraban, los tres mojábamos nuestra porción de arroz en la salsa común al más puro estilo asiático. Como postre nos sentamos y la correspondimos invitándola a un té. Hay que decir que en este país se bebe más té que agua, auqnue a veces no sea más que manchar tal líquido para maquillar su sabor. En Birmania no existe telefonía móvil, Internet funciona a voluntad del gobierno (que no siempre tiene la voluntad), las páginas más consultadas en otros países están vetadas y han de accederse mediante proxys, la prensa es únicamente nacional. En definitiva, un cuento de hadas creado a base de una extrema censura para obviar a sus habitantes la realidad de su situación. Tenía especial curiosidad en saber qué y cuánto se filtra desde fuera hacia dentro de estas fronteras, y es que hay cosas que transpasan cualquier barrera. Cherry conocía a la perfección a Michael Jackson, y para su sorpresa Chip sacó de su bolso un pequeño portátil con algunos videoclips del cantante. La que servía los tés dejó de hacerlo para verlos también, la del bar del al lado, las que tejían, y así uno tras otro se fueron uniendo más y más hasta contar catorce, que tímida e inconscientemente bailaban sin moverse del sitio hasta que Cherry imitando al artista con sus gestos y manos nos hizo explotar a todos en carcajadas.
Panorámica de Mandalay.
Al atardecer, Cherry tuvo que marcharse. Estaba censada como vagabunda, y como tal debía dar cuenta de sus ingresos diarios, de dónde y cómo los había conseguido, como quien “ficha” en cualquier otro empleo. No tengo constancia de otra zona del mundo en que ésto exista. Pese a las risas de todo el día, la todavía más claridad con que gracias a ella veía ahora la realidad de éste país no me resultaba nada cómica. Aunque no domiciliariamente, tenía la sensación por la continua vigilancia a la que se ven sometidos, de que los birmanos viven en una especie de arresto eterno, y que pesar de la reciente liberación de Aung San Suu Kyi, la situación no parece que vaya a cambiar mucho. La vida de Cherry me pareció un completo resumen de la de su país natal, un pueblo que lucha sin perder la sonrisa, ayudándose bajo la mesa unos a otros y haciendo encajes de bolillos para burlar, al más puro instinto de supervivencia animal, a una atosigante dictadura.
Siempre quedará la eterna pregunta de si la solución a la situación en la que viven los habitantes de este país (igual que muchos otros) debe partir de sus propios habitantes, o visto lo visto debiera comenzar gestándose desde el exterior…
¡Todavía cabe uno más!