“Incluso el hombre más rico sólo tiene una vida”
Probablemente ni te inmutes si lees por enésima vez que “viajar es conocer otras culturas”. La tópica frase ha sido repetida hasta la saciedad habiéndose ya casi evaporado su significado. Pero, ¿qué hemos de entender exactamente por conocer otras culturas? ¿Es suficiente aprender sobre su religión, folklore, arquitectura o idioma? ¿Define eso completamente la idiosincrasia de una sociedad concreta? A mi juicio no. Los mayores interrogantes y reflexiones que me han surgido al pretender empatizar con los habitantes de los lugares que visito han aparecido al preguntarles: ¿Por qué sientes culpa? ¿Y miedo? ¿Cómo es tu concepción de la familia? ¿Y del trabajo? ¿Y del amor? ¿Qué piensas del dinero? ¿Y del género opuesto? ¿Y de los del país vecino? ¿Crees que necesitamos jefes o autoridades? y así un largo etcétera. Y si bien finalmente nunca dejo de preguntarles qué entienden como vida, encuentro aún más revelador indagar en algo que nos iguala a todos: la muerte.
En muchos países asiáticos, como la India desde la que escribo ahora, la creencia en la reencarnación está tan presente como asimilada en el día a día. Las acciones buenas que cometes en vida se contrarrestan con las negativas, y la propia vida se encarga en base a ellas de computar tu karma al morir y reencarnarte en otro ser, exactamente en el mismo “punto kármico” en que te quedaste. Así, se entiende el cuerpo como un instrumento, una mera herramienta para el propósito de avanzar, vida tras vida, cuerpo tras cuerpo, hasta que la naturaleza de tus actos te saque finalmente del ciclo de reencarnaciones. Y ésto se explica desde temprana edad en la familia, escuela o la misma calle, amén de ser intangible moldeador de la propia cultura. Así, no me extraño cuando al presenciar un entierro descubro que la concepción distinta no es de la muerte, sino de la propia vida.
Monasterio de Thiksey, en Laddakh, donde viví unos días con sus monjes.
Convivía hace cinco años con los monjes de una esotérica rama budista en el reino de Laddakh. Una mañana, al despertar, echamos en falta al más longevo de ellos. Cuando lo encontramos muerto en su celda, paseamos el cadaver en una suerte de despedida por el monasterio y condujimos a una colina cercana. Un monje joven fue elegido, no por su edad sino por su fuerza, para descuartizarlo hacha en mano. Con la perspectiva del tiempo me sigue sobrecogiendo tanto la propia escena como el tranquilo gesto del novicio, que en la obvia inexperiencia repetía torpemente el mismo golpe hasta hacer certero el corte. Los buitres, que cuando nos alejábamos ya sobrevolaban en círculos el cadáver, completaron el rito fúnebre.
Cuando pregunté al novicio, un chaval más joven que yo, qué había sentido al cortar a uno de sus maestros, la respuesta fue clara: “Era sólo carne”.
No hará ni tres meses, esta vez en la lamasería de Tawang, donde pasé diez días de cuento viviendo con los monjes, uno de ellos recibió la noticia de que su padre y hermano habían tenido un accidente mortal. Asistió al entierro y poco después regresó al monasterio. Su habitual sonrisa, chistes y rutina durante el resto del día dieron poco pie a los que éramos ajenos al suceso a averiguar qué le había alejado durante un par de horas de sus quehaceres. Y con una templanza que cualquiera hubiera tomado por indiferencia siguieron los varios días que allí permanecí con total normalidad. La muerte de su mismo progenitor y hermano no parecía haber tenido más relevancia que aquellos días hiciera más frío, la carretera estuviera cortada o la cena fuera más escasa. Aquello de «estamos de paso» se extendía hasta su última consecuencia en el entender de ese monje.
Paseaba recientemente por Puri cuando me sorprendió una fiesta. La descubrí de casualidad cuando los tambores, cantos, gritos, saltos y jolgorio generalizado de todos los participantes, uniformemente vestidos de blanco, me hicieron girar la cabeza. ¿Cómo iba a haber averiguado desde la distancia que se trataba de un entierro? El fallecido, con el rostro tintado de fluorescentes colores, era vitoreado cual ganador del partido al pasar por cada uno de los templos y santuario de la extensa calle hasta que, en un crematorio junto al mar de Bengala, recibió su último adiós con todos los presentes danzando al unísono mientras el cuerpo ardía.
Observaba la escena en la distancia. A mi lado, en fidelidad a los textos hindúes, un barbero afeitaba toda la cabeza a excepción de un mechón al primogénito del fallecido, al que corresponde ejecutar el ritual funerario. Al intercambiar dos sonrisas, con un sutil gesto me invitó a unirme a sus familiares. Me sorprendió la intimidad del acto, con sólo diez personas presentes. En oria, la lengua local, un saddhu iba indicándole, mientras recitaba algún verso sacro, los pasos de la ceremonia: “Esparce estas flores de pies a cabeza”. “Rodea tres veces la pira en sentido horario con este incienso”. “Rocía ahora todo este aceite por el tronco”. “Quita ese último trozo de tela”, y así varios pasos más. Con tan envidiable como estoica calma obedecía rigurosamente. Llegado el momento, le entregaron un bastón ardiendo y una instrucción concisa: “Prende el cadáver”. La madera cubría todo el cuerpo, quedando a la vista únicamente la cara. Actuando con idéntica diligencia, asió la vara dirigiéndola sin dudar al rostro de su padre. De repente se detuvo. Temblaba. Estaba paralizado, en shock. Los ojos lagrimaban tímidamente. Se le desfiguraba el rostro en un gesto miedoso, diría que ajeno a su voluntad. Las piernas seguían tiritando cuando la vara ardiente se cayó al suelo en un acto inconsciente. Inmóvil, mantenía la mirada fija en su padre. Aún con la cuenca ocular rellenar de cera, le miraba a los ojos.
Le imaginaba en aquellos instantes recordando toda su vida. La que habían compartido. Sus vidas. O arrepintiéndose de lo que nunca le dijo. O quizá agradeciéndole con tardía melancolía este o aquel otro momento. O simplemente tomando, sin más, consciencia de lo que estaba a punto de hacer: quemar a su padre. Cuestionándose cuán real era lo que siempre había creído de la reencarnación: que allí ya no quedaba nada. Materia, en el sentido más orgánico del término. Me pongo en su piel y entiendo la humana duda de saber si allí realmente ya no estaba el padre cuyos ojos aún miraba.
Instantes después, el saddhu sujetó firmemente la mano de mi amigo. Recogieron el bastón y con un último gesto completaron el ritual. Una hora después, sólo quedaban cenizas.