Boudanath debe ser la estupa más conocida de Kathmandú, de Nepal y probablemente del mundo. Su cúpula ha aparecido en portadas de revistas, carteles, anuncios, películas y documentales y raro es el visitante a la ciudad que no se deja caer por ella para admirarla. Quizá sea menos conocido que siglos atrás, esta construcción religiosa fuera escala obligatoria para las caravanas de comerciantes que partían de Kathmandú, adentrándose en el valle homónimo hasta alcanzar Tíbet, o que en su interior digan las malas lenguas que entre artefactos y libros sacros, se atesoran restos del mismo Buda.
Estupa de Boudanath en Kathmandú.
Corren otros tiempos, y las caravanas, aunque siguen existiendo, están casi extintas. El género no viaja en sacos, sino en palets de madera o plástico y los yaks, mulos y caballos ya no comen pasto, sino gasolina. Me he imaginado cientos de veces recorriendo aquella mítica ruta comercial con esos tibetanos que un par de veces al año descendían a Nepal a intercambiar bienes o trocarlos por alguna moneda. Me imagino ahora, con la óptica del tiempo, explicándoles que la geopolítica también llegó a su tierra (Poderoso caballero es Don Dinero…), y que China la había ocupado en 1950. Fruto de la invasión fue el flujo de tibetanos, herederos y descendientes de aquellos caravaneros que en un forzado destierro huyeron a Nepal. Muchos de ellos se instalaron cerca de Boudanath, donde construyeron monasterios para sus lamas y reliquias santas.
Uno de los tantos monasterios tibetanos que rodean la pagoda de Boudanath.
Era el ocho de Agosto del año dos mil ocho, 08/08/08, y en Pekín se inauguraban los Juegos Olímpicos. Mientras medio planeta tenía la mirada clavada en sus televisores, expectantes ante el superlativo y pomposo espectáculo característico de este evento, en Boudanath la exiliada población tibetana se había reunido para manifestarse contra la ocupación de su tierra. Me enteré de la protesta por una mujer suiza que conocí aquella mañana. Estaba casada con un tibetano, y juntos coordinaban un orfanato para refugiados cuyos padres habían fallecido. Nos citamos en el barrio de Boudanath y poco antes de las siete y media llegamos a la pagoda. A dicha hora, comenzó a formarse una larga fila de manifestantes. Todos portábamos una vela, y otras personas camisetas, carteles o chalecos con mensajes pidiendo un Tíbet libre, larga vida al Dalai Lama o el cese del genocidio. Se cantaba un poema en tibetano que pese al bajo volumen, se hacía notar alto. Su significado, tal y como me lo tradujeron, era claro: “Libertad para todos los seres”. La atmósfera de aquella atípica protesta embriagaba. Marchábamos por barrios cercanos a la pagoda. No recorreríamos más de cinco o seis kilómetros. Incluso algunos nepalíes, al ver pasar la enorme procesión por sus casas o terminar de trabajar, se unían simpatizando con la causa. A veces encontrábamos policías y militares armados en el camino, como ocurre de forma rutinaria en cualquier manifestación en todo el mundo. También vi prensa, nacional y extranjera, fácilmente reconocible por un chalecos con un “PRESS” impreso en el dorso. Y hasta aquí, todo era razonablemente normal. De repente, se escucharon gritos, y me atrevería a decir que algún tiro. Al girarnos, vimos a la enorme fila totalmente disuelta, corriendo al frente sin orden alguno, como si fueran perseguidos. Explicaron que de un callejón habían salido un grupo de antitibetanos encapuchados, pero que la policía había ayudado a retenerlos. A muchas de las personas que corrían, ya mayores, no sólo se les seguían cayendo lágrimas, sino que tenían las piernas temblando del susto y esfuerzo. No tardaron en reponerse tras beber agua, y volver a entonar aquel poema, para seguir la marcha.
Tibetanos en el exilio manifestándose. |
Va cayendo la tarde. |
La manifestación finalizó poco después en un colegio. Una imagen gigante del Dalai Lama presidía el patio del recreo, y todos agitaban banderas, coreaban más canciones y escuchaban un discurso en tibetano. Ni entiendo esta lengua, ni los aplausos me dejaban escucharlo, así que preferí hablar con los pocos que chapurreando inglés, y curiosos por mi presencia, no tardaban en contarme sus vidas y resolver mis muchas dudas sobre su país. Nadie daba importancia al grupo de perturbadores, y lo asociaban a los escasos movimientos que apoyados por el gobierno de Pekín suelen boicotear o espiar los encuentros tibetanos. La reunión culminó en un estruendoso aplauso que por un momento pensé que nada tendría que envidiarle a la inauguración olímpica que transcurría paralelamente. Tras él, comenzamos a desperdigarnos azarosamente entre las oscuras calles. No habíamos andado mucho cuando el teléfono de mis nuevos amigos sonó, y la cara del tibetano cambió de inmediato. “Era una trampa”, nos dijo al colgar. El supuesto alboroto no había sido sino una planificada emboscada junto a un callejón, cuidando que no hubiera prensa y aprovechando el paso de varios activistas conocidos. Entre la confusión no era difícil cogerles forzando su paso a la callejuela, donde recibían una fuerte paliza. Uno de ellos fue dejado en libertad, sabiendo que no tardaría en extender la noticia, para que hiciera igualmente pública la amenaza que habían recibido. Les habían leído nombres, apellidos y direcciones de más de doscientos tibetanos, y además los agredidos seguían retenidos. Las normas eran claras: “Una queja más, y doscientos tibetanos menos…”. Tiempo después me enteraría por correo electrónico de que la paliza fue tan brutal que dos de las víctimas murieron a causa de ella.
El Dalai Lama, presente en la manifestación. |
Ondean banderas mientras se lee un discurso. |
Al día siguiente, consulté prensa escrita y virtual, tanto local como internacional. Y si bien se hicieron eco de la protesta, no encontré mención alguna a lo que realmente ocurrió. Quien estuviera detrás de la emboscada, había hecho buen trabajo. Y me volvieron a asaltar las mismas cuestiones que una y otra vez me había planteado: ¿Qué credibilidad puedo dar a informativos, prensa y semejantes a sabiendas de que sus directivos van de la mano con los mismos políticos que dictaminan qué debe contarse y qué ocultarse? ¿Qué concepción del mundo puedo concebir si no tengo más fuente de información que esos medios? ¿Cómo puedo juzgar o forjar opiniones sabiendo y corroborando no una sino cientos de veces que cuanto veo en tantos lugares del globo difiere radicalmente de lo que mediáticamente me venden? ¿Por qué no hemos evolucionado socialmente como especie a este respecto, si salvando las distancias tecnológicas, este fenómeno disuasorio es conocido desde antes que la agricultura?
En el campamento de refugiados tibetanos en que me acogieron cerca de Pokhara.
Días más tarde, llegúe a Pokhara, segunda ciudad del país. Pese al privilegiado enclave que ofrecen las cercanías de los imponentes Annapurna y la orilla del lago Phewa, reconozco que la ciudad me decepcionó. La imagen mental que había forjado de ella no correspondió en absoluto con lo que encontré. Sentí evaporada la esencia nepalí de aquella urbe, en pro de un barrio que agradase a los muchos occidentales que la usan como base para trekkings y otras visitas. Sus alrededores, sin embargo, me encantaron. Y en ellos, sin tener que alejarme mucho, encontré un campamento de refugiados tibetanos. Pese a tener el contacto de algunos de sus habitantes, familiares de los manifestantes de Kathmandú, preferí acercarme por libre, para que fuera un encuentro sin influencia alguna, aunque hubiera sido para bien. No tardé mucho en entablar conversación con un grupo de jóvenes. Eran artesanos y su acogida fue superlativa. Todavía ignoraba que tiempo después, viajaría a Tibet ilegalmente a través del Himalaya. No sólo pasamos la tarde hablando, sino que me invitaron a cenar y hasta dormir con ellos. Y en ese tiempo, fui poco a poco escuchando historias que hacían enmudecer, pero esas las compartiré pronto en otra historia…