Esparcidos por este planeta existen varios trayectos, rutas y caminos que por su propia naturaleza ningún viajero debe obviar. Un recorrido único, con el que inauguro este blog, es el que recorre el tren más largo del mundo, en Mauritania. Lo hace por una vía de tren cuyos raíles no se encuentran paralelos a carreteras y cruzando pastos, sino que irrumpen lentamente haciéndose paso entre la inmensidad del Sahara. Lejos de la convencionalidad de de los trenes a los que estamos acostumbrados, éste no es un tren de pasajeros al uso, sino un vehículo de carga que transporta mineral de hierro desde la mina de Zouerat hasta el enclave pesquero de Nuadibú.
Al ser Mauritania un país cubierto por la arena del Sahara, es el viento quien juega a su antojo a esconder las pocas pistas que lo cruzan. Por eso, moverse por este país sólo resulta posible por la reciente carretera que lo recorre de Norte a Sur, y la que conecta la capital, Nouakchott, con Atar, antiguo caravanserai en el Noreste del país. ¿Pero qué ocurre cuando alguien necesita trasladarse de Este a Oeste? Es entonces cuando los africanos hacen uso de su pícara sabiduría y deciden montarse en un tren que nunca se pensó para transportar personas.
Muchas veces escuché en África eso de que “vosotros tenéis los relojes, pero nosotros el tiempo”. En la idiosincrasia de este continente, las cosas ocurren cuando tienen que ocurrir, y la importancia religiosa y casi fanática que damos a los horarios en otros lugares del mundo suenan a chiste. Esto se nota especialmente al abordar un medio de transporte, donde lejos de saber a qué hora vas a llegar, no sabes ni a la que vas a salir. Así, nadie en Nuadibhou supo decirme cuando partía el tren. El tren depende del ritmo de trabajo de la fábrica en que se procesa el mineral y por eso carece de horario fijo. Quise ser precavido, y llegué con cierta antelación a la estación. Esta resultó ser una habitación de tres paredes, o más bien un refugio para cuando el viento sopla fuerte y la arena se mete en todos los recovecos de tu cuerpo. Es en esos momentos cuando te das cuenta de que el touareg no es una prenda estética, sino una necesidad para proteger tu cuerpo frente a los mil granos arenosos que el viento acierta a estrellar contra tu cara. Empecé a dar conversación a otros pasajeros, mientras, poco a poco, y sobre cajas de cartón, se formaban puestecillos que vendían comida para el camino. Cuatro horas después un enorme ruido provocó el alboroto de los que esperábamos.
Pero la espera venía de antes. Yo ya llevaba varios años esperando subirme en el que es el tren más largo del mundo. Sus doscientos vagones se extienden por casi cuatro kilómetros de vías (un tren normal en España apenas roza los doscientos metros). De hecho, aunque la enorme serpiente de vagones encadenados tardase varios minutos en pasar, fue en unos de los del primer tercio del vehículo en el que nos subimos furtivamente una vez hubo frenado. Lo traccionan tres enormes locomotoras, y cuando los motores (unos tres mil quinientos “caballitos de nada” cada uno) arrancan, la gente va gritando desde el comienzo hasta el fin, para prevenir a los otros pasajeros, pues una especie de “efecto dominó” algo violento se transmite vagón a vagón hasta conseguir ponerlos todos en movimiento.
Poco después de arrancar el viaje tomó un aire tan minimalista como mágico. A ambos lados de la vía se extendía desierto, transmitiendo una extraña sensación de tranquilidad y desconocimiento, que sólo las enormes manadas de camellos salvajes que corrían al pasar el tren, o algún asentamiento nómada, se encargaban de romper. Mis compañeros de vagón preparaban té. Varias veces tomamos, siguiendo la costumbre, las imperativas tres rondas (una amarga como la vida, otra dulce como el amor y un tercera insípida como la muerte), hasta que cayendo la noche vi sobre nuestras cabezas el cielo más estrellado que jamás haya visto. Tal era la emoción por ver semejante cantidad de estrellas punteando el cielo con tanta claridad e intensidad que no pude unirme al sueño de mis nuevos amigos, y me entretuve mirando paisaje y cúpula celeste hasta que al amanecer hicimos parada en el asentamiento de Chuom, donde me apeé e hice autostop. Me recogió un todoterreno cargado de té verde de importación china y pescado fresco. Todo había venido en el tren e iba a ser transportado a las ciudades del interior del país. Iba incómodamente sentado sobre la propia carga, -tampoco había otra opción -, y rápidamente el hedor del pescado se marchó, o más bien, me dejé extasiar por los espectaculares paisajes que la erosión ha esculpido sobre el Sahara. Me contaron que alguna edición del “París-Dakar” había atravesado años atrás por esos mismos parajes.
¿Ves los camellos?
Bajando del tren.
Días después, desde la sacra Chinguetti, volví a Chuom para continuar mi regreso a España por tierra. A más de cuarenta y cinco grados, compartía, bajo la única sombra del pueblo, una bandeja de cordero con arroz con unos saharauis. Pasada la media tarde llegó el tren. Subimos a sus vagones, que esta vez venían cargados del ennegrecido mineral que transportaba. Las tantas horas de trayecto y las varias tormentas de arena se encargaron de teñir tanto piel como ropa. Incluso a mi vuelta a España, conseguí hacer un montoncito de tierrecilla negra al lavar la mochila. Muchas mujeres se agrupaban en un único “vagón”, que algunos hombres habían “acomodado”, cubriéndolo de mantas para evitar que se ensuciaran. Saltábamos de un vagón a otro para compartir té, galletas o algún fruto seco, y llegada la hora, para hacer una fogata en la que cocinar cena para todos. La camaradería que se creaba se asemejaba a la de una gran familia. En el camino, mis amigos de la otrora provincia española me contaban, entre otras cuitas, como, durante la guerra entre Mauritania y Sahara Occidental, el tren era a veces atacado por facciones de ambos bandos, pues se usaba para transportar comida, armas o personas entre los territorios enfrentados.
Saltando entre vagones.
Preparando té.
Ya caída la noche, vino otra parada que tomaría horas. Observé que, paralela a la vía, corría, en ese tramo, una segunda. Debíamos esperar a que nos pasase el tren que venía en sentido contrario. Si éste es un vehículo de superlativos, también debe ser así la paciencia de quien decide abordarlo. Al amanecer siguiente, tras diecinueve horas de trayecto, llegamos a la caseta de Noadibú, donde días atrás me había montado en los vagones entonces vacíos, y en la que se hace una última parada antes de entrar en su factoría. Ayudé a algunos comerciantes a descargar las miles de cajas de mercancía que cargaban en furgonetas o burros, y proseguí mi viaje, contento por haber experimentado tan peculiar ruta.
¡Bienvenidos a bordo!
NOTA: He querido dejar el texto anterior tal y como lo escribí, por el cariño de ser el primero que redacté para esta web. Al releerlo le encuentro muchos fallos estilísticos, pero también el recuerdo de aquella noche en que empecé a trasladar mis diarios escritos a esta web. Queriendo preservar esos momentos, he preferido no borrar nada.
Volví a África, volví a Mauritania, y volví a montarme en el tren más largo del mundo, de hecho casi una veintena de veces más. Aquí conté alguna de ellas:
Segundas partes, también fueron buenas…
Llegué a Zouerat de manera poco ortodoxa, esquivando los controles cercanos a la ciudad para no ser descubierto tras haber visitado de forma furtiva los territorios del Sahara Occidental liberados por el Frente Polisario. Había determinado volver a viajar en el tren, así que tras hacer noche con ellos, me acompañaron con su todoterreno a la estructura metálica que hace las veces de estación, donde nos despedimos cariñosamente. Sabiendo que el tren vendría con retraso, fui a saludar a los militares de una caseta cercana ignorando aún mi suerte. Y es que, mientras compartíamos las imperativas rondas de té, se levantó una tormenta de arena, y pude guarecerme un poco.
Puedo dar fe de que siguen existiendo, pero es cierto que las épocas de las grandes caravanas del desierto, con hordas de camellos moviendo mercancía entre una parte y otra de esa gran alfombra arenosa que es el Sahara, pertenecen al pasado. Corren otros tiempos, sin embargo, la pista que cruza el desierto uniendo el océano con Zouerat no es buena, y los comerciantes mauritanos ganan considerablemente en seguridad, tiempo y dinero usando la vía férrea para transportar sus bienes. Eso explica que incluso horas antes de que llegase el tren, varios comerciantes apilasen sus mercancías junto a la vía. Aproveché para hablar con algunos de ellos mientras esperábamos. Había quien se entretenía haciendo té. Otro incluso dormía, y en general todos hablaban, gritaban y contaban historias. Los saharauis, que habían viajado durante tres días desde los campamentos de Tindouf, sorprendidos de encontrar un español por allí, me ponían al día de las novedades en su exilio.
Y con el estruendo de la llegada del tren, el alboroto se desató instantáneamente. Todos chillaban mientras corrían, tropezaban, cargaban dificultosamente maletas y bultos y procuraban subirse rápido a los vagones que parecían más cómodos. La escena era un espectáculo. Me uní varios de los comerciantes, a los que ayudé a subir la mercancía. Resumo lo que viví aquel día en los siguientes pies de foto.
La estación del tren más largo del mundo.
Hubo suerte. Sólo llegó con cuatro horas de retraso.
En la espera me invitaron a té, conversación y regalaron sonrisas. Les correspondí ayudándoles a cargar.
Las subían casi bailando. Eran grandes profesionales. Yo sólo gané por goleada en sudar más haciendo menos.
¡Hay que ser muy burro para no querer viajar en el tren más largo del mundo!
Tras el trabajo, tocaba cocinar a fuego lento. Todos comimos con la mano de la misma olla.
Pensé que excluyendo a las personas, lo mejor del viaje son los atardeceres. Pero supe que mentía cuando la noche llenó el cielo de estrellas.
Despertamos, pero todo parecía igual. Que cada día sea distinto depende de uno mismo.
Y así, veintitantas horas de tren después llegamos a Nouadibhou, donde el tren para unos minutos antes de entrar en el puerto de la SNIM, la empresa que lo gestiona. Empresa, por cierto, de alta estima entre los mauritanos pese a que tras repartir sus beneficios entre varios países, no deje tantos en la propia Mauritania. Ayudé a mis compañeros de vagón a descargar sus cajas y sacos, y desde la cercana carretera paré un vehículo para continuar mi lento regreso en autostop hasta España.
He vuelto a África muchas veces más. Y a Mauritania. Y al tren. Incluso he trabajado como logista y guía para un documental centrado en él. Y más allá de su kilométrico traquetear, lo que con la óptica del tiempo siempre recuerdo es a su gente y camaradería. No hay máscaras de por medio. Siempre se muestran tal y como son, y por ello, las despedidas suelen ser tan sencillas como directas, cargadas de buenos deseos, asumiendo que es harto probable que jamás nos reencontremos. Pienso ahora y recuerdo las historias de guerrilleros saharauis relatándome cuitas bajo las estrellas, los mil tés con aquel comerciante que siendo niño huyó de la esclavitud, aquel portador de mercancía que infatigablemente aborda el tren durante veinticinco veces seguidas para ganarse el pan, a sus mismos conductores, y particularmente el que lagrimaba confesándome lo imposible que es frenar cuando un camello se cruza en el camino, y explicándome así porqué aparecen tantos muertos cerca de las vías, o un padre que desde un poblado del desierto decidió llevar a sus hijos a ver el mar, o aquel políglota que cada tres días iba al puerto de Noadibhou a comprar pescado, que revendía en la secadez del desierto al doble de su precio, y con eso hacía su vida, entre otros muchos.
Apéndice fotográfico:
Última oración del día, antes de dormir, en dirección a Meca.
Preparando té. Quienes cogen el tren a diario, se vuelven maestros en cocina en condiciones peculiares.
Esperando al tren. Los bidones amarillos son para comerciar gasolina.
El tren no es cómodo, las esperas son frecuentes, indeterminadas e imprevisibles, durando siempre horas. Los restos de mineral aguantan en la ropa, mochila y calzado hasta meses después. Las tormentas de arena hacen imposible comer. Pero por todos los motivos que he contado en esta página, uno lo acaba amando. Veo en este gigante metálico, y el mundo en torno a él el perfecto reflejo del continente africano, o al menos de lo que conozco de éste. Volveré a África, volveré a Mauritania, y volveré a sentir la magia de adentrarse en el Sahara en el tren más largo del mundo.