Comencé a viajar en mi infancia, en las vacaciones con mis padres, cubriendo buena parte de España y raspando el Sur de Francia. Ya por entonces estaba más interesado en ver documentales y leer información sobre nuevos países, paisajes, tribus y culturas que en las actividades propias de mi edad. Salía a la calle con los bolsillos llenos de cuerdas, creyéndome un explorador e idolatraba a los protagonistas de las películas de aventuras. Quizá en todo esto tenga algo de culpa el que haya vivido en siete lugares distintos de la península ibérica, o mi afición por los lugares ‘raros’ venga de haber nacido en Teruel (¡que también existe!). Lo que sí es cierto es que tenía una curiosidad enorme por saber qué había en la habitación contigua, en la casa del vecino, en el pueblo de al lado, al otro lado del muro…
Tan pronto como cumplí edad para firmar un contrato de trabajo, volé por tercera vez al Reino Unido. Haciendo encajes de bolillos con mis días libres en un restaurante de comida rápida y estirando cual chicle mi humilde salario comencé a descubrir las ciudades centroeuropeas. Me preguntaba si estando tan cerca de casa observaba tantas diferencias en esos países, ¿Cómo sería el otro lado del mundo? ¿Qué sería el día a día en las regiones que llamamos exóticos? Disfrutaba como el enano que era aprendiendo de la idiosincrasia de los sitios que iba conociendo, y poco tardaría en darme cuenta de que lo que había tomado por un entretenimiento del verano iba a convertirse en el leitmotiv de mi vida.
Los siguientes dos veranos, como tantos jóvenes, compré un pase de Interrail para seguir conociendo el continente europeo. Así alcancé Estambul en tren y vi amanecer a orillas del Báltico. Mientras tanto no dejaba de leer a los grandes viajeros del pasado ni de escribirme con los mejores contemporáneos. Recibía las madrugadas devorando libros y más libros, escribiéndome con viajeros y soñando frente al mapa. Sentía que algo muy grande me estaba cambiando de piel para dentro.
Creo que viajar es aprender, y como si siguiese siendo aquel alumno de colegio, viajo con una mochila como las que usaba entonces. Curiosamente, mi presupuesto no dista mucho del de aquella época. Me las ingenio para minimizar al extremo los gastos durmiendo en parques, playas, cuevas, cementerios, comisarias, estaciones, junto a cascadas, al raso en desiertos, selvas, chozas, casas de la gente que conozco en el camino o en templos y monasterios. Tengo especial debilidad por pasar días en estos últimos, que me permiten escudriñar en la psique humana y me dan herramientas para el gran viaje, que siempre es de piel para adentro.
Viajo en autostop no sólo para ahorrar dinero, sino para compartir conversación y poder profundizar en los lugares que visito de la mano de sus propios habitantes. Ellos son mis verdaderas guías de viaje, así como el motivo principal de mis aventuras. Para mi, los viajes son sus gentes y es el conocer y compartir la forma de vida de nuestros semejantes lo que me anima a echarme la mochila al hombro.
Creo firmemente que viajar es la mejor manera de conseguir desarrollar plenamente el ser, y en la aventura no como experiencia coyuntural si no como estado mental. Mis últimas travesuras me han llevado a compartir la rutina de los templos budistas de la belicosa Cachemira, teniendo que dar propina a militares para alcanzar algunos de ellos, de las tribus escondidas en junglas africanas y asiáticas, de los cenobios de saddhus y otros anacoretas en cuevas del alto Himalaya, o de los nómadas en sus caravanas de camellos en Mauritania. Buenos sustos me he llevado al verme cerca de tiroteos, huyendo de la guerilla en la India tribal, retenido en calabozos mugrientos de la antigua Yugoslavia y África, cerca de un coche bomba que me despertó sobresaltado, perseguido por traficantes de opio machete en mano a través de los bosques fronterizos de Laos-China o sobrevivido a una malaria que casi no cuento, entre otras experiencias como las que conté aquí.
Aún así, no tomo estos hechos más que como experiencias, o una suerte de «peaje» requerido para cumplir varios de mis sueños, pues gracias a ellos he podido alcanzar lugares poco o nada transitados para conocer a sus habitantes, pasear por territorio tibetano entrando en este país ilegalmente tras cruzar a pie el paso Mana desde India, convivir con etnias primitivas en selvas africanas y bosques asiáticos, familias touaregs que siguen comerciando con sal en el desierto, refugiados afganos y pakistaníes en la conflictiva Cachemira, con seguidores de religiones minoritarias en Irak, caí deleitado ante parajes de ensueño, sentí la libertad del aventón por las escondidas pistas del Sáhara y otro puñado de experiencias poco comunes…
Encuentro la felicidad siguiendo mi convicción de que no luchar por los sueños es engañarse a si mismo, amén de ser una manera de mantenerse joven al menos en espíritu. Por ello no paro de luchar por los míos, aparte de, como no podría ser de otra forma, seguir soñando.
Cada vez que me echo la mochila al hombro, sediento de nuevas experiencias, siento que el viaje me da consciencia, que casi siento físicamente, de una pequeña pero nueva parte de mi por ello mi aspiración es llegar a conocer todos los territorios de este planeta y, en consecuencia, a mí mismo.
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