Había dormido poco y mal. Esta vez no podía culpar ni al ruido ni al calor ni a los mosquitos. Que al despertar fuera a dirigirme a uno de esos lugares que llevaba viendo en documentales y libros tantos años me creaba tal inquietud interior que me impedía pegar ojo. El país dogón, enclavado en la pintoresca falla de Bandiágara, sigue siendo fuente de secretos y quebraderos de cabeza para los estudiosos, y sorprendiendo hasta el babeo a cualquier visitante. Al alba, tan pronto como el pescador que me alojaba se depertó, partí hacia las famosas tierras de los dogones.
(En África nada sucede como se planea. Aquel autostop nunca sucedió.)
Cuando tras una hora esperando no pasó ningún vehículo, decidí caminar los setenta kilómetros que me separaban de la falla de Bandiágara. Tres horas después, un conductor maliense que guiaba a tres belgas paró su todoterreno y me recogió. Al percatarse de mi acento español hablando francés, la chica del vehículo me habló en mi lengua materna con un gracioso acento andaluz. Resulta que su abuela vive cerca de mi casa en Sevilla. ¡El mundo es un pañuelo! Con ellos recorrí entre baobabs, ganado y arados los kilómetros que nos separaban del primer pueblo dogón. Se llamaba Digi-Bombo. De repente, todos aquellos documentales y libros tomaron vida de y empecé a encontrar tal y como bajé del coche a mujeres moliendo mijo – el alimento local por antonomasia-, madera talladas en un implícito significado adornando ciertas partes del poblado, tejados puntiagudos propios de esta tierra y hasta escuchaba una lengua distinta a las varias que había oído aquellos días. Más fieles a su instinto que a cualquier prejuicio cultural, un grupo de niños salió corriendo tan pronto aparecimos para saciar su curiosidad y minutos después jugar con nosotros. Pedí conocer al imán de la mezquita, pues me interesaba el sincretimo entre islam y animismo que profesan algunos dogones, pero no se encontraba en el pueblo en ese momento. Mis amigos belgas se despidieron poco después, pues su guía les llevaría a comer a otro lugar, así que comencé mi camino a pie, perdiendo altura a través de un camino que conducía a la parte baja de la falla, donde se sitúan la mayoría de las aldeas.
El reconocido antropólogo Claude Lévi-Strauss menciona en su famoso “Tristes Trópicos” cómo en el primer tercio del siglo XX la cultura de las zonas más rurales del mundo están siendo absorvidas a vertiginosa velocidad, influenciadas por las más desarrolladas. Le apenaba encontrar la pérdida de identidad en tantos pueblos fruto de este proceso. Esta idea me retumba en la cabeza cada vez que me acerco a alguna de estas áreas. ¿Qué pensaría este francés al ver que tal y como me acerqué al primer poblado vinieron a intentar cobrarme unas monedas, y argüirme que no podía pasear por allí sin un guía? Expliqué sonriendo que había venido desde muy lejos para conocer sus costumbres y poblados, y al mencionarles algunos mitos dogones o nombres de sus deidades en su lengua nativa, rápidamente cambiaban de parecer. Por otro lado, entendía que quisieran tomar ciertas precauciones con sus visitantes. Recorrer el país dogón a pie no es sencillo, como comprobaría los siguientes días, pues no existen caminos en muchas zonas, se sortean desniveles, hay animales salvajes -yo vería lobos y cocodrilos- y aparte de la facilidad de perderse, ha de cuidarse el no pisar las zonas prohibidas, pues no pocas partes de ríos, tierra, rocas y árboles son considerados sagrados por los dogones.
Si las lluvias crean ríos, los dogones hacen puentes.
Un amigo dogón me enseña las máscaras que protegen su casa.
Continué el camino, ahora acompañado por un paisano del poblado de Kani Kombole. Me contaba que los dogones llegaron a esas tierras en el siglo XIV, cuando se negaban a aceptar la impuesta islamización de los almorávides. La etnia pigmea que entonces habitase la falla, denominados tellem -literalmente “los de antes”-, fue absorbida por los dogones (ésta es, al menos, una de las varias hipótesis no corroboradas que existen). Sea como sea, en ellos yace el origen de la fantasiosa arquitectura desafiante a la gravedad que hoy impera en la falla. Su explicación es sencilla: hasta hace relativamente poco, toda esta zona era hábitat de muchas fieras salvajes, como leones y hienas, y para vivir en tranquilidad debían construir en la altura. Así, cualquier recoveco de la pared era usado no sólo a modo de casa, sino hasta como huerto o almacén. Lo que sigue sorprendiendo hoy día es cómo se las ingeniaban para subir alturas de hasta doscientos metros en una pared totalmente vertical.
Hasta tres pueblos visité con mi nuevo amigo, siendo invitado en uno de ellos a comer un plato propio dogón: una masa de mijo que se mojaba en una salsa a base de hojas de baobab. En otro poblado conocí al herrero. Este oficio es clave, pues él se encarga de arreglar las herramientas del arado, que sustentan no sólo la alimentación sino la economía regional. En el puerto de Mopti, junto al río Niger, había comprado una bolsa llena de enormes nueces de cola, cuya cafeína es apreciada por los agricultores ya que les mantiene más despiertos, y al pasar entre los campos repartía algunas a quienes me parecían más cansados.
(Mercado semanal. A veces se compra al trueque, no exisiendo el dinero)
Dejé a mi acompañante en el mercado de uno de los poblados, donde los habitantes de todos las aldeas aledañas venían a vender, comprar o intercambiar bienes. Empezaba a atardecer y me había propuesto llegar a Benigmato. Maldije mi idea tan pronto supe que no había camino marcado, empezó a oscurecer y me encontré de repente perdido. Caminé despacio por miedo a caerme por la pendiente cuando media hora más tarde escuché una voz. Un hombre me gritaba instrucciones de cómo seguir desde cincuenta metros de altura, justo los que me restaban para alcanzar el pueblo al que me dirigía. Hice noche en el tejado de su casa, tras compartir con su familia una enorme bandeja de arroz con salsa de tomate.
Herrero dogón.
Vista de un poblado dogón.
(Poblado de Benigmato, donde pasé la noche.)
La llegada durante el siglo XX de colonos franceses, y posteriormente cooperantes y antropólogos, trajo nuevos dioses al país dogón. En Benigmato, donde había dormido, convivian católicos, musulmanes y animistas en barrios bien diferenciados. Paseando por sus calles acabé en la choza del hogón, nombre con que se denomina al jefe animista. Para ostentar tal cargo, se ha de ser uno de los más longevos del poblado, y superar una iniciación de seis meses, durante la cual viste atuendos blancos y tiene prohibido lavarse o afeitarse. Un brazalete y un sombrero rojo le distinguen públicamente. Habiéndole transmitido sus antepasados conocimientos sobre hierbas, plantas, animales y otras “ciencias”, ahora cura a sus vecinos con las pócimas que prepara, o ejerce de juez y adivino. Animales vacíos de sus tripas sirven de recipiente para los potingues medicinales. La curación, como si de un vino de bodega se tratase, es clave -me comentaba- para la efectividad del fluido en cuestión. Así, muchos necesitan varios meses para tener efectos curativos. Saliendo del pueblo, aún encontré unas ánforas en cuyo interior se depositan restos de personas, y máscaras guardadas en una cueva que son usadas en ceremonias. En la cosmogonía dogón, Amma es el dios y entidad creadora, que hace nacer a dos gemelos sobre la superficie de la tierra, representado éstos a la eterna dualidad del ser humano: Bien y Mal, Hombre y Mujer, Blanco y Negro… La concepción de la vida es sencilla: se nace cuando Amma te da un soplo para respirar, y se abandona el mundo material cuando te lo quita. El hogón es el único de cada poblado que llega a comunicarse con Amma, de quien recibe inspiración y consejo.
Delicatessen dogón: pasta de mijo con salsa de hojas de baobab.
Máscaras a las afueras de Benigmato.
La casa del hogón, por fuera.
La casa del hogón, por dentro.
Continué mi camino, perdiéndome varias veces en él, pues no siempre encontraba campesinos a los que preguntar. Finalmente, apareció un paisano que se dirigía al mismo pueblo que yo, ¡y menos mal! Había que sortear cien metros de desnivel por una suerte de senda que yo hubiera tardado horas en encontrar, y que por su pendiente, requería de las dos manos para descender. Una vez abajo, tuve frente a mi la mejor vista de la falla que vería aquellos días, y metros más adelante, un río que cruzar para seguir el camino. Como era temporada de lluvias, debimos quitarnos los pantalones para atravesarlo. Calzándome la segunda zapatilla mi nuevo amigo me advirtió que debía darme prisa, pues había un cocodrilo a unos doce metros nadando hacia nosotros. Aunque no tenía porqué atacarnos, no estaba de más evitar sustos. Poco más adelante, una cascada creaba un perfecto espacio para quienes limpiaban la ropa, niños que jugaban y otros que simplemente descansaban. Por las creencias animistas, buena parte del lago que creaba la caída de agua al encontrar el suelo era sagrado, por lo que acercarse a él estaba prohibido por alguna ley no escrita.
Ciento cincuenta metros de desnivel entre esas piedras. Al fondo, la falla.
La enorme cascada. ¡Qué pequeña se ve la gente!
El siguiente pueblo me depararía una sorpresa. Tal y como llegué, encontré a un lugareño con quien me senté bajo un árbol a hablar. Debimos pasar más de dos horas en las que su impecable oratoria me hizo comprender tanto mejor la idiosincrasia dogón. Sin olvidar ningún detalle, me explicaba el significado de matices que pasaban desapercibidos a mis ojos, pinturas cargadas de simbología, rituales, ceremonias y hasta los cotilleos de la zona (éstos fueron de bastante interés no por ningún morbo, sino por permitirme ver ciertos aspectos sociales desde su propia óptica) . Ya despidiéndome, con inocente voz y gesto me preguntó si podía pedirme un favor: “Permíteme invitarme a comer”. No dudé en responder afirmativamente. Estaba disfrutando como un enano, aprendiendo más y arrastraba un hambre considerable. Además, siendo este señor dueño de un pequeño restaurante (entiéndase restaurante dentro del contexto dogón, claro), y sabiendo que no era época de bonanza económica, las monedas que le diera le serían de obvia ayuda. Yo pelaba un par de verduras y preparaba el fuego mientras él desplumaba y limpiaba un pollo. Del animal vivo al plato pasó media hora, en la que aprendí peculiaridades de la cocina dogón. Pusimos todo en una misma superficie que usamos como plato. Al acabar, no sólo me impidió pagarle, sino que me regaló una pipa tallada en madera y un generoso puñado de las hierbas locales que suelen fumar.
Preparando «pollo a lo dogón».
En la to-guna se discute arrodillado para evitar enfrentamientos.
Tras despedirme efusivamente de mi nuevo amigo y su familia, continué mi propósito de recorrer a pie todos los pueblos de la falla de Bandiágara. Gracias a lo aprendido antes de comer, encontraba ahora sutiles diferencias en todos ellos pueblos pese a su estética semejante. Los poblados se construyen de forma que su silueta dibuje un óvalo, simbolizando el universo y el cuerpo humano. En la cabeza de éste se sitúa la to-guna, lugar de reunión adulta para debatir los problemas del poblado. Ocho enormes capas de mijo conforman el techo de esta construcción, de tan escasa altura que se debe entrar en cuclillas, dificultando así las confrontaciones físicas. El grueso del pueblo lo componen casas de adobe para habitar y graneros, estando estos últimos separados por género. Ambos comparten el tejado puntiagudo característico de esta etnia, teniendo el masculino más altura. Las mujeres guardan objetos personales en los suyos, estando la entrada prohibida a los hombres. Existe un edificio a las afueras de la ciudad, el lugar que ocuparían las manos de este ficticio cuerpo, donde las mujeres son marginadas durante la menstruación. Los altares y lugares de culto se emplazan en el lugar de los órganos sexuales, de forma que la religión y los mitos quedan estrechamente vinculadas con la creación de la vida.
Llegando a la parte sacra de un poblado.
Aquí se realizan algunas ceremonias y rituales.
Muchos pueblos tenían totems en sus calles, representando animales que les protegen, como panteras o búfalos. Nunca comen carne de estos mamíferos, ni usan sus pieles, creyendo que a cambio no serán nunca atacados por ellos. Así, no me sorprendió que llegando a Amani, encontrase un lago con más de treinta cocodrilos y niños jugando cerca de él. Un totem a la entrada del poblado justificaba la tranquilidad de sus madres. Varias veces al año se ofrecen gallinas u otros animales vivos a estos cocodrilos para que implorar y contentar a Nomo, el Dios del agua. Éste en compensación propiciará una buena temporada de lluvias que implicará suficientes cultivos.
Cráneos animales en una zona de ceremonias animistas.
Mandíbulas animales para rituales animistas.
Empezó a oscurecer, y me apresuré a alcanzar el siguiente pueblo, Banani. Es costumbre que por las noches los grupos de jóvenes se reúnan para cantar y bailar. Así aunque encontrase la aldea vacía, sólo tuve guiarme por el sonido para encontrar gente. Sorprendidos al verme llegar tan tarde, el jefe del poblado – y el único que hablaba francés- se me acercó e invitó a dormir en su casa una vez que terminaron los bailes. Interesándome por éstos, me explicaba como la tradición dogón afirma que el ser humano nace con aparatos sexuales masculinos y femeninos a la vez. Por ello, a los hombres se les circuncida el prepucio, considerado femenino, y a las mujeres se les practica la ablación de clítoris y labios menores, considerados masculinos. Si bien las danzas de cada noche no tienen más fin que la diversión, otra veces son usadas -como en otras tantas zonas del globo- para preparar la ceremonia en que se estirpan dichas partes. Esa noche, con todavía algunos cánticos de fondo, me quedé dormido bajo un cielo totalmente estrellado en el tejado de una casa de adobe.
A la mañana siguiente desayuné con mi hospitalario nuevo amigo y continué el camino a pie. Aún me quedaban los pueblos más llamativos, al menos desde el punto de vista estético: los conocidos como “los tres youro”. Conocí en el camino a dos chicos simpáticos que resultaron ser los profesores de un poblado dogón. Alumnos del resto de pueblos iban a él. Ellos mismos me informaron de cómo llegar a los tres youro, y me invitaron a pasar la noche con ellos. De lo que no me informaron es de la paliza que suponía llegar a esos poblados. Además, estaban tan escondidos que hasta que no estuve a menos de treinta metros de ellos ni siquiera intuí su presencia. La historia dice que fueron los últimos en construirse, y no le falta motivos. Hoy son además los menos habitados.
La falla vista desde un poblado.
Representación de una ceremonia con máscaras.
Cuando finalmente alcancé el primero de ellos, fui invitado a sentarme en la to-guna, agachado junto a los ancianos del pueblo. Me dieron cacahuetes, y les explicaba con un mapa en el suelo que venía de España, si bien el que hubiera dicho Moldova o Isladia les hubiera dicho lo mismo. Un buen rato después, tras pasearme al lento ritmo de las piernas de uno de ellos por todo el poblado, lo abandoné hacia el siguiente. Encontré el más enigmático de todos cuantos visité. Me quedé un buen rato absorto observando las pinturas en las paredes junto a cientos calaveras de animales incrustadas en ellas. De repente un octogenario dogón que me había pasado desapercibido por completo se dirigió a mi desde su ventana, en perfecto francés. No sólo me explicó miles de detalles sobre todos los grabados (dos páginas me llenaron cuando los anoté aquella noche en mi cuaderno), sino que me enseñó las máscaras de una celebración que tiene lugar cada sesenta años: la Sigui-So. Partiendo de este pueblo, una comunidad vestida con enormes máscaras, algunas de hasta doce metros de altura, se desplaza hacia el Oeste recorriendo todos los poblados dogones, precisamente los que yo había recorrido los días anteriores, en una procesión que dura más de cinco años. Las máscaras principales de esta ceremonia se guardaban en unas cuevas, que este señor me enseñó con amabilidad. Aproveché su senectud para preguntarle acerca del famoso revuelo que los dogones popularizaron años atrás cuando afirmaron conocer la enana blanca digitaria de Sirio-B, una estrella recién descubierta, de la que además daban datos precisos sobre periodos orbitales y rotaciones. Sin embargo, las controversias y explicaciones que posteriormente aparecieron parecen confirman que muchos de estos conocimientos llegaron a final del siglo XIX con algunos expedicionarios, y que los dogones los mezclaron con parte de su cultura.
Cultivando entre baobabs.
Ganadería en el país dogón.
Volví por donde había venido, llegando un par de horas después a la modesta choza que compartían los profesores. Daban clases a niños de todas las edades a la vez en un aula cercana. Me pidió que le enseñase fotos de los poblados youro, y cuando supo que no había tenido batería en la cámara fuimos a cargarla al pueblo vecino. Una placa solar conectada a una batería de automóvil, como en muchas otras zonas de África, era todo el acceso a la electricidad de la región. Nos encontramos allí a un conocido del profesor, quien al comentarle la naturaleza de mi viaje, me invitó a conocer su pueblo natal. No podía haber tenido más suerte. Al llegar a él, me presentó a la única persona que se encontraba allí: el hogón, quien teniendo prohibido abandonar las inmediaciones del poblado, es siempre localizable. Además, su casa se distingue por los recovecos exteriores, en los que suelen situarse figurillas de madera o arcilla con fines animistas. Apenas hay luz en el interior de su hogar, sin embargo – pese a la ceguera- se percata de que somos tres y que a dos no nos conoce. Somos presentados, el profesor como tal cargo en un pueblo vecino, y yo como un amigo que viene de muy lejos. Dan pie a una conversación que me van traduciendo, en la que el hogón casi proféticamente va sentenciando la importancia de la educación, tanto para el desarrollo personal como para el desarrollo de la sociedad. Me daba mucho que pensar el hecho de que una persona tan anciana de una aldea remota de África improvise un discurso propio de un catedrático. Al acabar aún se interesa más por mí. Le explican que soy un amigo de los dogones, “un hermano de otra tierra”, como me tradujeron literalmente mis amigos. Sin mucho preámbulo el hogón me dió la que sería la mayor sorpresa de aquellos días. Si hay algo inamovible en un poblado dogón es aquello de donde emana la energía del pueblo, permite la comunicación con los ancestros y de alguna manera guía al hogón en sus quehaceres. Los fetiches, elementos clave en la vida de estos jefes, son esculturas de madera, a veces con alguna piedra incrustada o pintura, que se transmite de hogón en hogón y es responsable de buena parte de las decisiones de éste. Hasta hace no tantos años, podía hasta “hablar” dictaminando si algún visitante debía morir. Durante unos segundos estuve en la habitación que lo alberga, contigua a la usada para residir, y un cierto cosquilleo me invadió el cuerpo. Lo atribuía al recordar uno de los primeros libros de antropología que leí: el de Marcel Griaule, primer antropólogo en estudiar a los dogones, quien relata como tras varios años de convivir con esta etnia, consiguió que le mostrasen algunos de los fetiches. ¿Qué cable se le habría cruzado para mostrarme tan preciado tesoro? Le agradecí emocionado el haberme concedido aquel privilegio e intenté explicarme mediante mis amigos lo que significaba para mi.
El hogón que me daría una superlativa sorpresa.
La casa del hogón estaba bajo la «cueva».
Con el impacto, alegría y emoción aún metida en el cuerpo, nos despedimos del hogón y nos detuvimos a tomar cerveza. Nada de botellines, por si hace falta aclararlo, sino cerveza de mijo servida en medias calabazas que se comparten entre los presentes. La dificultad está en sostener semejante recipiente, de unos tres kilogramos de peso, mientras se bebe de él. Es una bebida para socializar, y tras ciertas ceremonias es consumida en grandes cantidades. Nos las sirvió un peculiar personaje que coleccionaba plumas de pájaro, y como en aquella zona tienen colores brillantes, sus más de cien piezas creaban un arco-iris de azules, verdes, amarillos y hasta rojos. Aquella noche acabé uniéndome a los pubertosos en sus bailes, antes de caer rendido sobre un colchón de palos de madera fuera de la casa del profesor.
Casas dogones y tellem en la parte superior.
Moliendo mijo.
A la mañana siguiente me propuse abandonar el país dogón por la estrecha senda que trepa toda la falla hacia Sangha, donde siendo sábado se celebraba el mercado. Hasta cuarenta grados de pendiente alcanzaba el camino, donde a veces ayudados por cuerdas, subían empapados hombres, mujeres y niños cargando mercancías sobre sus espaldas. Una vez en el bazar, donde se vendía tabaco al peso, pescado seco, carne de animales sacrificados allí mismo por el rito halal, aparte de ollas, herramientas y telas, hice amistad con un comerciante al que ayudaría al día siguiente en otros mercados a cambio de viajar sobre su furgoneta. Entre cabras atadas de patas y sacos, avanzábamos lentamente entre las sendas africanas hasta que una vez en un carretera mayor, me apeé e hice dedo hasta Tombuctú.