Ni soy fotógrafo, ni siempre hago fotografías viajando. A veces no me apetece, otras no siento necesidad, y otras no tengo batería. Uso una cámara compacta que cabe en el bolsillo y no tiene mayor calidad que un teléfono moderno. Lo que con el tiempo recuerdo y macero de los viajes no puede retratarse, y rara vez siento el viaje reflejado fidedignamente en instantáneas. Incongruentemente, las muchas noches en que la nostalgia me invade me gusta ayudar a la memoria repasando álbumes. Una de ellas, jugaba con algunas imágenes, sin orden ni criterio alguno, convirtiéndolas a blanco y negro, algo paradójico ya que no concibo África si no es en color. Así salió la serie que hoy quiero compartir.
La tomé en un viaje por África hace dos veranos. Aquella vez, hice autostop desde Marruecos hasta Mali, hasta que el propio viaje tomó vida, como un ente más, y me llevaba él a mí más que yo a él. Entre otros regalos, profundicé en el conflicto saharaui, faené con pescadores en una pinaza rodeada de tiburones, recorrí durante días una zona de Mauritania sin carreteras, alcancé la mítica Tombuctú, conviví con varias etnias, dancé hasta el amanecer al ritmo de los djembes, presencié rituales y ceremonias místicas, me colé esquivando controles y campos de minas en el Sahara del Polisario, monté furtivamente en el tren más largo del mundo, entre otras experiencias… Y en todos aquellos días, tuve la fortuna de relacionarme con refugiados, mercaderes, traficantes, alcaldes, brujos, profesores, cazadores, eruditos, poetas o vagabundos… Aún cuando de vuelta a España debí internar de bastante gravedad en un hospital por una malaria que muy a punto estuve de no contar, me sentía dichoso por haber sido partícipe en primera persona de la enorme pluralidad de las gentes de nuestro planeta. Siempre culpo a esa alegría y plenitud vital de salvarme de esa enfermedad.
Hice autostop junto a la señal, que avisaba del campo de minas cercano. El Sáhara Occidental aún tiene heridas en la tierra.
«Todos los mayores han sido primero niños, pero pocos lo recuerdan» (Antoine de Exupery)
Me seguían mientras recorría su pueblo. Tenían tanta curiosidad por mí como yo por ellas.
Me gusta sacar billete para viajar con sólo levantar el dedo. Aquí, esperando algún vehículo hacia el país dogón.
Hay personas para quienes la magia es rutina. Y a juzgar por sus sonrisas, no les va mal.
El barro es agua con arena. Con él se siguen levantando edificios más grandes que un camión.
Cae el Sol, pero no por ello acaba el día.
No importa la fe de cada uno, existen religiones que se imponen en todo el planeta. ¿Tú de qué equipo eres?
Me pidió una foto, pero nunca miró a cámara. Cuando se la enseñé, me dijo que era la tercera que le hacían en su vida.
La belleza no entiende de colores.
Se giró, y por gestos me dijo que si jugábamos a las fotos.
Y rápidamente llamó a sus amigos para jugar también. Me gustan las personas para quienes compartir es norma.
«-¿Por qué llevas las cosas en la cabeza? -Para tener las manos libres.». Su respuesta me dejó sin palabras.
Trabajamos tres horas para sacar al coche bloqueado en la arena. Mientras, de la nada, apareció esta mujer. Y de igual manera desapareció.
Lo mejor es simplemente lo que te hace sentir bien. Tenía hambre, sus dueñas eran un encanto y la comida rica. Aquel restaurante fue el mejor.
Nunca sé dónde mirar en los mercados de África.
Sentados esperábamos un caballo que nos llevaría a una boda. Las tres horas se me hicieron segundos. El tiempo, todo locura.
Recuerdo que nos cruzamos porque les tomé esta foto. ¿Me recordarán ellos también, si no tomaron ninguna?
Separaba el cacahuete de su corteza. Con ellos haría una salsa, que entregaría como regalo de boda.
Hay miles de idiomas en este mundo, pero una sonrisa siempre habla por todos.