Entrando en el inmenso valle distingo en la lejanía unas piedras gigantes en tonos blanquinegros rompiendo el verdor que las rodea. Más cerca las veo tomar la nítida forma de un generoso rebaño de ovejas y carneros rodeando dos tiendas de buenas dimensiones. Nómadas, pienso ilusamente sabiendo que aunque los tibetanos fueron durante siglos uno de los pueblos nomádicos por antonomasia de este planeta, hoy corren otros tiempos. Aún así, todavía siguen quedando grupos semi-nomádicos que bien sobre sus yaks o bien truncando las patas por el motor del todoterreno, mueven sus tiendas a valles con mejor pasto. He tenido la fortuna de convivir con nómadas en otros lugares del mundo, y ahora, tras varios días viendo campamentos como éste desde la carretera, aprovecho que además de ganado veo personas y el fuego encendido para acercarme.
El comité de bienvenida son dos niños que al verme corretean hacia mi con esa gracia, inocencia y curiosidad propias de sus pocas primaveras. Hay edades en las que nos comportamos idénticamente en cualquier lugar del mundo y de no ser por la ropa, rostro y adornos corporales sería complicado saber de dónde somos. Éstos críos gastan ojos rasgados, piel oscura y un corte de pelo a trasquilones. El gélido viento les ha marcado ya vitaliciamente los mofletes con dos chapetas que – como la de casi todos los tibetanos – te dejan claro que vivir en el techo del mundo se paga sufriendo un clima de aúpa. Sus padres les han colgado del cuello dos imágenes del lama del monasterio más cercano a donde nacieron, y una turquesa imitando a la piedra preciosa oriunda de su país que los nuevos tiempos hacen fácil – y mucho más barato – sustituir por plástico. Pero a esas edades estas cosas importan poco, y con sus dos velones asomando por la nariz no paran de corretear hablándome en chino y tibetano como si nos conociéramos de toda la vida.
Tras unos minutos de fatigoso juego – correr a más de 4000 metros de altura no es como hacerlo en el parque de a esquina – camino hacia el rebaño donde se encuentra su madre. La veo doblar su espalda casi noventa grados mientras con un gesto ágil e instintivo ordeña a los animales recogiendo la leche en un cubo gigante de madera. Intercambiamos un «tashi delek» (hola en tibetano), enfatizando sonoramente la segunda e como muestra de cercanía. Pese al cálido saludo, cabe señalar que los tibetanos tardan en crear una confianza, tanto entre ellos como con los extranjeros. El Tíbet no es el Caribe, y ese comportamiento, fruto de siglos de cambio y maduración pertenece como el folclore, la gastronomía, el idioma o las creencias colectivas a ese ente de difícil definición al que llamamos cultura; a ese maquillaje exterior con el que disfrazamos el interior que nos une a todos. Y a fin de cuentas, es para conocer esa cultura, o al menos para ver en qué difiere de la propia, para lo que viajamos, ¿no?
Más allá de cualquier mirada cultural, la bucólica escena esconde una tragedia. Como escribí antes, durante siglos miles de nómadas se extendían por todo Tíbet y esa condición errante forjó y moldeo buena parte de la idiosincrasia del país. Hoy una ley llamada «tiumou huancao», con el pretexto de cuidar el pasto de los valles, obliga a este colectivo a cambiar el campo donde vivieron durante generaciones por núcleos urbanos, a abandonar su oficio y su estilo de vida. En otras palabras, la tradición nomádica comienza a desaparecer, y familias como la que tengo delante son de las pocas supervivientes de una forma de vivir a la que sólo se llega por herencia.
Sin verlo venir, el único hombre del grupo aparece y me saca la lengua. Lejos de sentirme insultado, le correspondo la mueca, que es un saludo tan amistoso como antiguo extendido por toda la geografía tibetana, y con el que supongo que acepta que esté por allí. Ese gesto sencillo, que en otras latitudes me valdría una mala cara, hace que el lagrimal me traicione recordándome dónde estoy. Pasé muchas madrugadas preguntándome, mientras leía a quienes años atrás cruzaron estos valles saludando a los nativos con la lengua fuera, si algún día podría yo hacer lo mismo. Hoy mi lengua, además de saludar, manda a todas esas noches un guiño cómplice por el sueño cumplido.
Tras saludar a mi nuevo amigo en su idioma me disculpo en mi humilde chino por no saber más tibetano que cuatro frases amables. No me gusta comunicarme con los tibetanos en mandarín, la lengua de quienes ocuparon sus tierras, pero prefiero éso a tener que recurrir a la elementaridad del lenguaje de gestos. Él, bastante menos preocupado que yo, me responde riéndose con un «Mi chino es muy malo. Me llamo Sonam».
Sonam me invita a entrar en la tienda, que me cuenta orgulloso que ha levantado él mismo. En su centro, la sempiterna olla calentando agua usando boñiga animal como combustible – una estampa repetida por todo el país – templa la estancia y la impregna de un sutil olor amargo y cálido. Preside el habitáculo un tangka (una imagen religiosa habitual en casas y templos que se enrolla fácilmente para ser transportada o desplegada los días auspiciosos), y unas desgastadas banderas de oración cuelgan del techo dando color a la estancia. Bolsas con ropa y útiles de cocina se amontonan al frente, entre las que distingo cuencos dorados para ofrendar a las deidades, un molinillo de oración, un rosario con enormes cuentas de madera y recipientes con comida, especias y sal. A ambos laterales se extienden mullidas pieles que sirven de asiento durante el día y de colchón y manta por la noche. La tienda es un habitáculo que sirve para socializar, cocinar, comer, rezar y dormir. Sus lonas son el resguardo de los duros inviernos a varios grados bajo cero, y cobijo de las pertenencias de toda la familia. «Mi papá era nómada, y el papá de mi papá también», me responde con un tono dulce que parece querer honrarlos cuando le pregunto cómo aprendió a armar la tienda.
Como la mayoría de sus compatriotas, Sonam tiene ambas orejas agujereadas y una melena larga recogida con una trenza de lana roja. Antes de que me descuide está preparando un té batiendo la hoja hervida con mantequilla, sal, algo de grano y el agua que sale ardiendo de la olla. Es la bebida por antonomasia de Tíbet, y aunque nunca me gustó especialmente, le agradezco el cuenco al que me invita. Lo sorbemos mientras, entre risas, tratamos con preguntas sencillas de saber más del otro.
De repente se queda mudo y con voz ronca me pide una foto del Dalai Lama. Antes de empezar el viaje guardé a propósito en el teléfono una en la que aparezco con él en un curso de budismo al que asistí en Dharamsala. Se emociona al verla, me mira incrédulo, y pasa unos minutos con la mirada clavada en la imagen mientras sus dedos, curtidos y porrones, se mueven torpemente por la pantalla queriendo acariciar la foto. Saca la lengua y por un momento siento que lo está saludando. Tener una fotografía del Dalai Lama, el dirigente político y religioso de Tíbet que hoy vive exiliado en India, ha estado prohibido por el gobierno chino durante años. Con la llegada de Internet la prohibición es mucho más fácil de romper, pero él no tiene teléfono, y ver su imagen en el mío lo tiene ojiplático y sin palabras un buen rato.
La escena me conmueve y revuelve a partes iguales. Al final, la puñetera política acaba afectando a todo hijo de vecino, da igual que nazcas en una tribu junto a un afluente del Amazonas, en un oasis del desierto mauritano o en el seno de una familia nómada del altiplano tibetano. ¿Cómo será del mundo dentro de varios siglos si en nuestros días hay quien puede prohibir tener una foto de alguien, y otros que darían sus ovejas por tenerla? Estira el brazo para devolverme el teléfono, pero lo sigue manteniendo en su mano como si no quisiera deshacerse de él. Continúa mirando fijamente la imagen mientras me cuenta, casi susurrando, que su hermano es refugiado en India, precisamente en Dharamsala. Huyó hace años cruzando los nevados pasos del Himalaya. El otro falleció en el camino. Recuerdo todas las veces que del otro lado de las montañas, tanto en India como en Nepal, he escuchado desgarradores testimonios en primera persona sobre esas huidas al exilio en busca de más libertad pero en la que algunos acaban sus vidas. Pienso en que es posible que yo mismo me haya cruzado con su hermano en las calles de Dharamsala cuando él lleva décadas sin verlo, y algo me arde por dentro. Dicen que viajar es aprender a amar el mundo, pero nadie cuenta que viajando a veces también es muy fácil odiarlo.
Al instante entran sus nietos en la tienda con un alboroto que manda a la porra al Dalai Lama, a los exiliados y a cualquier otro pensamiento. Nos quedamos absortos viéndolos jugar y me dice algo que no entiendo pero que expresa en el mismo tono dulce con el que habló de su padre y abuelo. Ambos nos miramos y nos reímos. Le pregunto si sus nietos también serán nómadas y con gesto resignado me dice que no.
Los niños se van y nos quedamos callados un buen rato. Es un silencio cómodo. Siento complicidad con este señor. Con mil preguntas bombardeándome la cabeza, me pregunto si él se hará tantas como yo. ¿Cómo pensará que es la vida de su hermano? ¿Qué habrá ganado y perdido con el exilio? ¿Valió la pena? ¿Añorará la época de su padre, que un día pudo ir a Lhasa y ver al Dalai Lama? ¿Cómo puede venerarse tanto a alguien a quien no se conoce? ¿Qué pensará de mi y del mundo al que inevitablemente represento? Le hablo de España y Europa, pero me mira y se ríe como si le hablase de otro planeta. Todo el mundo que conoce se reduce a Tíbet, China, India, Nepal, Bután y América, que para él es un único país.
De repente escucho el eco de mi nombre reverberar por todo el valle. Son mis compañeros llamándome. Tras más de una hora con el motor parado – ha habido un desprendimiento un poco más adelante – parece que el enorme atasco se que ha formado comienza por fin a circular. Ha sido el mismo tiempo que a mi, conociendo a esa familia, se me ha pasado volando.
Un apretón de manos sincero mientras saco la lengua valen como agradecimiento y fugaz despedida. Me dice algo en tibetano que no entiendo, pero que interpreto como una bendición y salgo corriendo. Minutos después, pensando en que a veces lo mejor de un viaje puede estar al costado del camino, giro la cabeza y veo a las ovejas volverse a convertir en piedras.