Iba a cruzar Gambia a pie. La hazaña no era tan grandilocuente como pueda sonar al leerlo. No se trataba de un país extensísimo como Rusia, la India o China. Desde la frontera sur, en la Cassamance senegalesa, hasta la norte, el país apenas cuenta unas decenas de kilómetros. Cuatro o cinco días caminando a mi aire, pensé. Comencé recorriendo algunos kilómetros por la carretera principal hasta que, cansado de asfalto y y tráfico, tomé un camino de tierra que me llevó a atravesar aldeas y pequeños pueblos esparcidos entre campos de cultivo. Una vez hube alcanzado la costa atlántica, me tomó dos días llegar al centro de Banjul, la capital del país, a través de un continuo tejido urbano que no distinguía la ciudad de los pueblos que la rodean.
Caminaba por uno de esos pueblos cuya apariencia parecía ser siempre la exacta copia del anterior. Sus casas eran humildes y aunque alguna estaba construida con ladrillo, la mayoría combinaba hierros, maderas y gigantescas lonas de plástico. No había luz eléctrica ni agua corriente. En algunas calles una placa solar conectada a varias regletas servía a los vecinos para recargar el teléfono previo pago al dueño de la placa. En otras había fuentes que además de dar agua servían de excusa para la tertulia a quienes cubo en mano esperaban en sus alrededores. Puntualmente aparecía alguna tienda minúscula con los productos más indispensables o algún agricultor vendiendo su género sobre una tela. El sempiterno plástico vagaba a sus anchas por todas las calles tomando mil formas, colores y tamaños. Algunos puestos pequeños sacaban por las noches una televisión que emitía fútbol extranjero concentrando junto a la pantalla a tanta gente como las sencillas mezquitas, cuyos raquíticos minaretes que se alzaban al cielo creaban una guerra cacofónica las cinco veces al día que sus altavoces llamaban a la oración. Eran pueblos en los que todos parecían conocerse, la vida transcurría puertas afuera y la intimidad quedaba relegada a los susurros nocturnos de sus habitantes. Aquellas calles me parecían el fiel reflejo exterior de lo poco que conocía del interior de la sociedad gambiana.
La historia de marras sucedió al girar una de esas calles y ver aparecer una algarabía de niños dirigiéndose eufóricos hacia mí. Corrían descalzos, sin camiseta y empapados de sudor. Tendrían menos de diez años, y jadeaban exhaustos con esa energía propia de la edad que les hacía seguir alborotando como si algo les impidiese dejar de moverse. Me rodearon, invitándome entusiasmados entre saltos y más jadeos a jugar con ellos, cuando me di cuenta de que un hombre a medio agachar los perseguía liderando el juego. Un segundo después todos correteábamos mientras al grito de “tubab” (hombre blanco) chocábamos las manos persiguiéndonos. A mitad de la calle dos hombres aguardaban en la puerta de una de las casas sosteniendo una botella de licor casero de palma. Paré junto a ellos, nos saludamos, y pese a que hablaban buen inglés fueron parcos en palabras. Los niños siguieron correteando, y cada vez que pasaban cerca de nosotros daban sorbos de aquella botella.
El adulto que jugaba con ellos dejó de hacerlo para unirse a nosotros. Era más joven que los otros dos hombres, y de largo más simpático. No paró de darme conversación durante varios minutos hasta que, de repente, me agarró amigablemente del hombro invitándome con su propio movimiento a entrar en la casa. Con su mano libre desencajó la chirriante puerta metálica y entramos a un receptáculo mal iluminado lleno de ropa, cajas de cartón y varios platos con restos de comida que devoraban las moscas. Recuerdo perfectamente recibir al entrar un bofetón del aire caliente que, condensado bajo el techo de uralita, cargaba toda la atmósfera. A ambos lados de la sala se encontraban dos estancias cerradas con una cortina opaca. Al descorrer mi nuevo amigo la de la izquierda vi a un niño desnudo sobre una cama de madera sin vestir. Tenía los ojos cerrados, el cuerpo inmóvil como el de un cadáver y una mano agarrando sus partes. Un hombre lo observaba desde una silla, y en una mesa adjunta unos limones y una cuchilla compartían plato con un prepucio recién circundado. Me quedé paralizado. De repente todo cobró sentido: los niños corriendo provocados hasta la máxima excitación, la botella de licor y la antipatía de quienes la sostenían al verme por allí. Antes de que el hombre o el niño se hubieran inmutado por mi presencia, mi sonriente anfitrión deslizó la cortina de la otra habitación. Una chiquilla yacía en ella sobre una suerte del colchón. Tenía el cuerpo menudo y los huesos marcados. Las piernas, delgadas como dos palillos, le temblaban y apretaba la boca y los ojos como si ya estuviera soportando el inevitable dolor de lo que estaba por venir. Una mujer la sujetaba mientras otra estaba a punto de mutilarle el clítoris con una cuchilla de afeitar clavada en un palo. Crucé la mirada con la niña en el mismo instante en que los dos hombres de la puerta entraron furiosos a sacarme de allí. Salí corriendo mientras oí a las mujeres vociferar a saber qué improperio. Todo fue un abrir y cerrar de ojos. No creo que pasase en la casa más de diez segundos. Ni creo que olvide jamás lo que vi.
Corrí un par de calles más que por peligro – a pesar de los gritos iniciales nadie me perseguía –, por inercia. Sentía impotencia y rabia. Pensaba que a todas las mujeres con las que me cruzaba les habían mutilado el clítoris antes de ni siquiera saber lo que era. La idea me desgarraba, al igual que pensar en aquellos niños con los que había jugado minutos atrás y que seguirían corriendo ignorando que minutos después les iban a cortar su niñez. En las diminutas tiendas que cruzaba sólo veía las mismas cuchillas de afeitar que había visto junto a los limones o incrustadas en aquel palo. Tenía la mirada de aquella niña tatuada en mi sesera, y me la imaginaba revolviéndose por entender qué había ocurrido y por qué diantres había aparecido aquel tubab en la puerta de la habitación.
Conocía lo habitual que son la ablación y circuncisión en Gambia, cómo forman parte del rito de paso con los que púberes de cientos de culturas pasan a ser considerados adultos ante su comunidad. También había conocido a un kankurang, la persona encargada de disfrazarse, bailar y dirigir la ceremonia de la ablación hasta que ésta se consuma. Incluso dos semanas atrás, en un poblado de Senegal, había asistido al comienzo de uno de esos ritos que se extendería varios días. Era una especie de tabú conocido por todos pero hablado por nadie. Lo entendía como parte de su cultura, y mis anfitriones me habían contado con tanta normalidad cómo iban a convertirse en adultos a ojos de todo el poblado, y cómo todos lo habían pasado, que lo había entendido con esa misma naturalidad. ¿Quién era yo para cuestionarme siglos de tradición? Sin embargo, haber visto en aquella habitación sombría la mirada resignada de esa niña a punto de dejar de serlo me hacía verlo todo de otro color. Yo quería atravesar Gambia y al final fue Gambia la que me atravesó a mi.
Era mi primera vez en África, y como el primer amor, ése es un viaje que nunca se olvida. Como tampoco olvidaré aquella mirada. Años más tarde, la ablación genital femenina fue prohibida por ley en Gambia, y me alegré mucho. Pero sé que la tradición sigue pesando mucho más que la justicia, y que mientras escribo estas líneas alguna niña juega alegremente por esas calles ajena a que en breve una cuchilla va a arrebatarle una parte de si misma para hacerla una mujer a ojos de sus vecinos.