No recuerdo dónde leí que ser libre es disponer del propio tiempo a voluntad. Si eso es así, yo no debía ser muy libre entonces, pues restándome relativamente poco tiempo de viaje, debí elegir. De Laos, por eso, sólo conozco el Norte. Una vez en Luang Prabang, capital política del país cuando éste era conocido como “El reino del millón de elefantes” y actual epicentro espiritual de la nación, pasé unos días conversando con monjes en cuyos monasterios budistas dormía, hasta que una noche encontré un camionero chino que regresaba a su país. Embutido en la cabina con varios de sus compatriotas, y compartiendo un licor de nombre impronunciable que sabía a truenos, pasamos la noche hasta llegar a Luang Namtha, donde me apeé. Poco después me dirigí a Muang Sing, un pueblo enclavado en las faldas de unas montañas que crean la frontera natural con China, al que acuden con fines comerciales campesinos y comerciantes de los poblados vecinos. Pasearme por estos y conocer la cultura de sus gentes era lo que me atraía de a zona, así que tan pronto llegué me dejé perder por los caminos cercanos. Mi llegada a pueblecitos de agricultores era siempre una fiesta, en la que los niños salían a recibirme antes de que se les uniese algún adulto. Casi me daba pena irme.
Niños sonrientes al verme pasar. Inmediatamente salían a jugar conmigo.
Con el degradado de colores propio del atardecer en estas tierras tiñendo el cielo, regresaba a Muang Sing, cuando atravesando un poblado fui invitado a té por un paisano. Fue la primera de las tantas muestras de cortesía y hospitalidad que recibiera tanto por aquel hombre de aspecto bonachón como por todos los vecinos de su aldea, pese a que no compartiéramos idioma alguno. No se regodeaban excesivamente en su amabilidad, y en esa justa medida no sólo se reforzaba su sencillez, sino que afirmaban que la comunicación humana transgrede el lenguaje verbal. Aquellos campesinos rápidamente me hicieron sentir en casa. Pronto daré debida cuenta de las conversaciones y testimonios que escuché de sus bocas en otra sección de “Los viajes son sus gentes”. Hice noche con la familia de quien me invitase a té, y quedamos dormidos una vez cenamos una sopa de noodles de arroz con verduras.
Familia que me acogió en su casa una noche. Cocinaban delicioso a fuego de leña. Y sí, ese artilugio es para fumar opio.
A la mañana siguiente, siguiendo la costumbre del país, desperté antes del alba y desayuné con aquella simpática familia. Poco después nos despedimos y comencé la marcha a buen ritmo hasta la frontera china, pero al carecer visado, ni siquiera un soborno me permitió pasar unas horas al país. Con el rabo entre las piernas, volvía por la carretera cuando distinguí a la izquierda un camino bien marcado que serpenteando entre arrozales, comunicaba los varios poblados que acogen las faldas de aquellas montañas. Una de las sensaciones que más me gustan al viajar es poder corroborar que todo aquello que he pasado madrugadas leyendo existe en la realidad y no ha sido un quijotesco delirio nocturno. Por ello, el saber que las próximas aldeas pertenecían a las etnias hmong, akha, payen, lishu o khamu, cuya cultura y costumbres conocía, me estremecía.
Casa de descanso para los agricultores. | Aijó, aijó, al campo a trabajar… |
Y las primeras de estas aldeas no tardaron en aparecer. Era aún temprano, pero muchos de sus habitantes estaban ya en el campo. Los que quedaban en los poblados criaban animales, tejían, cortaban madera o procesaban la cosecha, fuera moliendo grano, secando especias o limpiando tubérculos. Siempre que pasaba cerca de alguien, no importa dónde estuviera o qué hiciera, me saludaba con una sonrisa. Me gustaba mucho el ambiente de comunidad de esos pueblos, donde toda la vida transcurría en la calle, y un niño no tomaba como su familia sólo a sus progenitores o hermanos, sino a toda la aldea. Viven en casas que, ayudándose unos a otros en su construcción mediante una técnica transmitida en herencia, se elevan hasta dos plantas y se mantienen en pie durante generaciones. También fabrican sus propias herramientas, lo cual convierte al herrero en alguien muy respetado. En algunos, existía una caseta concebida para que los jóvenes intimasen sexualmente antes del matrimonio, y aunque no es norma, sigue existiendo el comercio al trueque.
Gorro característico de la etnia hmong. | En este poblado debían ser todo campesinos. ¡No había nadie! |
Uno de los poblados que visité pertenecía a la etnia akha, cuya cosmogonía afirma que la naturaleza está repleta de espíritus y fuerzas a las que deben dejar claro qué espacio del bosque han decidido ocupar los humanos. Y a este efecto levantan en sus poblados una enorme puerta, con relieves esculpidos en sus pilares, gracias a la cuál antes de llegar pude saber a quién pertenecía la aldea. La idiosincrasia de este pueblo se rige gracias al “camino Akha”, una serie de normas que no sólo dictan la moral y ética, sino las leyes a efectos matrimoniales, religiosos o económicos. Hace particular hincapié en fortalecer los vínculos familiares, y es que la genealogía es de capital importancia para los akha. A pesar de los nuevos tiempos y la cada vez mayor globalización es frecuente que sepan recitar de orgullosa memoria el nombre de sus ancestros, remontándose más de setenta generaciones hasta acabar en Sm Mi O, el primer akha. Ninguna pareja puede unirse si comparte algún antepasado en las seis generaciones anteriores, cosa que estando la poligamia permitida, les obliga ahora a emparejarse con otras etnias. Casi todos los actos sociales son llevados a cabo por varones, y el orgullo por que algún descendiente participe en ellos explica el alto índice de natalidad entre estas gentes.
Puerta de entrada a un poblado akha. | Niños jugando en un poblado akha. |
Los akha afirman que la simple mención de su religión, una alquimia de animismo y veneración a sus fallecidos cosanguíneos, la simplifica y descontextualiza. Este tabú ha supuesto un rompecabezas para no pocos antropólogos, y sobra decir que a mi también me impidió profundizar en su fe como hubiera querido. Contentándome con lo leído en libros, sí corroboré que en una rutina tremendamente supersticiosa, eran comunes los constantes gestos a modo de ritual. En la cosmogonía akha, un espíritu mora en cada planta, árbol, piedra, semilla u órgano del cuerpo. Así, cuando alguien enferma, el curandero busca la cura tratando directamente con el enfadado espíritu que se queja en la parte del cuerpo que duele. Creen en un ente creador de la Tierra, así como de una madre común a espíritus y personas. Éstos convivían en paz, hasta que una disputa les separó, obligando a los espíritus a exiliarse al bosque. Desde entonces, toda enfermedad, contratiempo o incidencia se cree causada por ellos. El año se divide en dos estaciones: la seca, asociada a los humanos, y la húmeda, relacionada con los espíritus, durante la cual se colocan amuletos en los techos de las chozas para evitar que sean atravesados por malos seres.
Algunas casas tienen dos plantas para prevenir ataques de animales, o humedades durante las épocas de lluvias.
Si bien veneran a sus antepasados, no todas las muertes son contempladas por igual. Así, las acontecidas en batalla, o por ataque de un tigre (sí, no les valía otro animal cualquiera…), obligan a un entierro diferente precedido de una ceremonia acorde. Sin embargo, más sorprende saber que, hasta no hace tanto, gemelos y mellizos eran considerados bestias en cuya gestación habían interferido los espíritus, y el sacrificarlos tras nacer era tan seguro como aceptado por sus progenitores.
Mujer akha con las primeras prendas de su vestido tradicional puestas. | Muele que te muele… |
El festival más importante tiene lugar a los ciento veinte días de la primera plantación de arroz del año. Suele caer en Agosto, y las mujeres aprovechan para lucir vestidos tradicionales que confeccionan durante todo el año. Se organizan grandes bailes en los poblados, y la celebración se extiende durante cuatro días, en los que se come el mismo arroz con que se pide a los ancestros que las próximas cosechas sean prósperas. No llegué a tiempo para el festival, pero sí a los ensayos.
Preparando un baile para las celebraciones que vendrían. | httpv://youtu.be/mfR-UzpRECc |
De igual manera que existe una puerta concebida para entrar a un poblado akha, hay otra para abandonarlo. Una vez la crucé, me dediqué a buscar en el bosque pequeños santuarios a los espíritus, algunos de los cuales llevaban allí decenas de años. Se encontraban en árboles cercanos a las plantaciones, y en ellas encontraba campesinos, que a veces me invitaban a fruta. Caminaba con la premisa de recorrer un camino que supiera recorrer, siempre al Norte. Con mayor o menor nitidez, si bien acabaron los sembrados, siempre aparecía una senda por la que continuar. Un par de horas después, a punto ya de volver, distinguí en el horizonte un fuego y techos de chozas. Sólo debía bajar un pequeño valle y subir una ladera para alcanzarlas. Unos tres kilómetros, calculé. La curiosidad me pudo y un rato después llegaba a una aldea.
Caminos entre arrozales que unían poblados. | Santuarios akha a los espíritus del bosque. |
Al irme acercando, unos niños que jugaban corrieron asustados hacia las chozas. Sorprendido porque en los poblados anteriores había sido justo al contrario, juzgué más prudente quedarme parado. No tardó en aparecer un adulto que me hizo entrar en la aldea. Poco después, todos sus habitantes, ojipláticos y cuchicheando entre ellos, me rodeaban mientras yo permanecía sentado sobre el suelo. La situación era extraña, y sobra decir que no sólo no compartíamos idioma alguno, sino que tampoco identificaba el suyo ni algún rasgo que me indicase a qué etnia pertenecían aquellas gentes. Enfatizando con fuerza sus gestos, que acompañaba de palabras cuyas sílabas remarcaba fuertemente creyendo que así las entendería, quien asumí era jefe del poblado me intentaba preguntar cosas: que si porqué llevaba barba, qué había en mi mochila, si tenía cámara de fotos, de dónde venía y porqué estaba allí, si estaba solo, y otras tantas. Muchas veces nos entendíamos tan mal que ambos estallábamos en carcajadas. Comprendí que tenían más curiosidad por mi que yo por ellos, y al tenderme la mano con una bola de arroz y trozos de pollo, clásico gesto de hospitalidad en la zona, me la comí. Luego compartimos el resto del animal, sobre una buena cantidad de arroz. A mi me dejaron las vísceras y el aparato digestivo, que ellos consideran las partes más sabrosas. Desde sus chozas, aún al retirarse, todos me seguían mirando. Diría que alguno no cenó aquella noche. Fui invitado a pasar la noche en la choza del jefe, donde dormían también su mujer y descendientes, así como las parejas de éstos. Hombres y mujeres se tumbaban por separado. Me cedieron una suerte de cama confeccionada con palos hábilmente unidos con fibras naturales. Tarde en quedarme dormido, no por la incomodidad, sino porque algo en ese poblado era distinto a todos los que había visitado en aquel viaje, pero se me seguía escapando qué. Aquella noche, como sabría un par de días después, España ganaba un mundial de fútbol.
Este no es el poblado al que llegué (no tenía batería), pero por su estética, bien podría serlo.
Despertamos casi a la vez, y tal y como salí de la cabaña, volví a ser objeto de todas las miradas. Parecía que me hubieran estado esperando. Con idéntica timidez, aunque esta vez sin rodearme, seguían cuchicheando y riendo nerviosos. Siempre esquivaban mi mirada y en algún gesto incluso apercibí miedo. Desayunamos arroz blanco, y aprovechando la luz del día, quise conocer la aldea, aunque no encontré nada particularmente llamativo en ella. Las chozas eran de una planta, y sólo domesticaban gallinas y gallos. Vestían camisetas y pantalones más que desgastados, y exceptuando algunos ornamentos femeninos, no vi distintivo étnico alguno. Los útiles de cocinar y arar me parecieron más antiguos y oxidados que lo habitual en la zona, y las plantaciones pequeñas y cercanas al poblado. No me dejaron sólo ni un segundo, y cuando quise partir, aún me acompañaron un par de kilómetros por un camino. Me indicaron por gestos que recto llegaría a un poblado de nombre impronunciable, que coincidía con lo que yo recordaba haber visto en un mapa dos días antes. El jefe abrió y cerró una ronda en la que todos me dieron afectuosamente la mano, y seguí mi camino. Un rato después, perfectamente ubicado al reconocer la silueta de las montañas cercanas, marchaba a buen ritmo cuando crucé una pequeña plantación de opio. Sabía que pese a las ya lejanas Guerras del opio, se seguía cultivando adormidera en la zona, y había visto a muchas personas fumarla, pero nunca una plantación en sí. Justo al lado había un humedal cultivado de arroz, y entre ambos, una choza diminuta, en la que escuché ruido.
Tal y como entré a saludar, encontré a dos hombres. Uno cortaba troncos con un machete para hacer una especie de silla. El otro, fumaba opio tumbado sobre el suelo. No sé si más por el inglés macarrónico, o por los efectos de la dormidera, fueron vagos en palabras, lo que no impidió que al saber que era español me recitasen cual poema una retahíla de jugadores de fútbol o me ofrecieran agua, té y hasta cargar la batería de mi cámara con su generador diésel. No había conversación fluida, sea la verdad dicha, así que no tardé en levantarme. Pero ellos lo hicieron justo antes que yo, gritándome violentamente en laosiano. No entendía absolutamente nada. Hubiera dialogado, como hago en situaciones parecidas, pero el que uno asiera su machete bruscamente hacia mi no me tranquilizaba. Salté por la ventana y empecé a correr, sacándoles considerable ventaja rápidamente, aunque no por ello dejaron de correr. Supongo que el opio influiría en aquel «cruce de cables», pero también agradezco a su somnífero efecto el que no pasase a más.
Con el corazón aún en la boca llegué a un poblado. Me sentí a salvo, y las sonrisas de quienes me daban la bienvenida Pasé el día en varios de ellos, hasta que camino de Muang Sing, encontré un desvío a una pagoda, y subí a visitarla. La custodiaba un monje cuyo nombre nunca supe. Su sonrisa parecía desafiar a tu felicidad preguntándole “¿Dónde está la tuya?”. Hablaba siete lenguas de distintas familias, y su cultura era envidiable. Sin embargo no era eso, sino su aura, jovialidad y la instantánea empatía que desprendía lo que hizo que aquella persona sea una de las que más me ha gustado conocer jamás. Junto a dos discípulos, cuidaba aquel edificio religioso donde según el monje se albergaban tres pelos de Buda. Su conocimiento de la historia del sudeste asiático, y particularmente de su región, abstraía al escucharle hablar. Al contarle mi encuentro en la plantación de opio, me puso al día sobre las ventas de esta planta a otros países (muchos gobiernos la compran para producir heroína o para la industria farmacéutica). Al escuchar dónde había dormido la noche anterior, empezó a reír. “No te creo”, me decía, y aún reía más. Los habitantes de aquel poblado entraron hace muchos años en disputa, que casi se salda violentamente, con varios de su alrededor, y desde entonces ni nadie se mueve ni se acerca a él. Alguna familia ha “huido”, dedicándose a la agricultura cerca de Muang Sing, y el tema sigue siendo un completo tabú entre sus vecinos. Su explicación hizo que me cuadrase todo el comportamiento de la noche anterior.
Tenía tatuajes por todo el cuerpo, y con la misma naturalidad que bebía agua, me relataba en minucioso detalle cómo le habían hecho muchos de ellos en Tailandia aquellas noches en las que tras apostar y beber amanecía el clubs de alterne, o cómo de esa etapa paso a la de incansable estudioso de idiomas, Historia, filosofía y arte, de las varias mujeres que debió conocer hasta finalmente casarse con quien realmente amaba, y cómo debió abandonar a ésta cuando decidió devenir monje budista. Hilaba tan exquisitamente todos los procesos de piel para dentro que le había experimentado en aquellos años, correlacionando qué le había aportado cada uno para que llegase el siguiente, que de su boca nada parecía aleatorio.
Cuando le pregunté qué daños, a él u otras personas, le había causado el pasar de una a otra cosa, rió complacientemente, y me respondió: «¡Ninguno!. ¿Qué daño vas a hacer? Es sencillo, no se debe más que seguir meditadamente el propio instinto y naturaleza. Ahí está la clave. Yo he pasado varios años hasta comprenderme. Y con quienes me rodean, siempre he procurado explicar detalladamente, con todo mi amor, lo que pienso y siento. Transparentemente. ¿Quien puede quererte y negarte que seas libre, que hagas lo que sientes? ¿No hay en ello cierta impostura?». Y detallando todo esto en profundidad, cayó la noche, tocando mil temas trascendentales. La inherente capacidad del humano para hacer el bien o el mal, y qué condiciona que exteriorice una u otra, nos ocupó mucho tiempo. Remató preguntándome algo que me hizo pensar: «¿Sabe el diablo que es el diablo?«
Dormimos junto a la pagoda, y una vez despiertos, antes de los primeros rayos,caminamos juntos a Muang Sing. Él partía a Vientián a dar su último adiós a un venerado lama budista recién fallecido, cuyas enseñanzas y vida me relataba por el camino. Al despedirme agradeciéndole todo cuánto me había enseñado, me indicó dónde localizar a un amigo suyo que como él me dijo: «estoy más que seguro de que te encantará conocer». Con la incógnita de quién sería, ya sabía cómo continuar mi viaje por Laos.