Había un denominador común a todos los lugares que había visitado en Irán. No importaba que fuera una aldea minúscula, una capital de provincia o una gasolinera, siempre aparecía un tenderete más o menos grande con voluntarios repartiendo té. Era noviembre y la Ashura – la fiesta más sonada del país junto al Año Nuevo Persa -, aunque había acabado el mes anterior seguía presente a través de esos puestos.
La cosa no tenía nada que ver con el Irán actual, sino que se remonta más de trece siglos hasta la muerte del mismo Mahoma. Sin descendencia masculina que liderase la comunidad espiritual y material que ha formado, la discordia por quién asumirá el poder estaba servida. Por resumirla en dos líneas (la historia completa me tomaría dos páginas), había quienes abogaban por que el heredero fuera su querido primo Ali mientras que otros lo hacían por que el califa fuera elegido por votación. Ganaron estos últimos y así aparecieron los suníes – defensores de un califa político -, y los chiítas, o partidarios de un califa de la misma sangre que Mahoma. La muerte de Hussein, nieto de Ali, es llorada desde entonces en la Ashura. Ciento cincuenta años después de este entuerto, el octavo califa suní Ma´Mum nombró su sucesor a Ali Reza, un erudito chiíta famoso por su bondad y enseñanzas qué rápidamente se ganó la simpatía del pueblo. Contrariado y descontento con la popularidad que alcanzó, Ma´Mum acabó asesinando a Reza con unas uvas envenenada y lo enterró junto a su padre en Mashad.
No podía despedirme de Irán sin acercarme a Mashad, el epicentro espiritual del país, que está situado en una antigua parada de la Ruta de la Seda en la que por supuesto siguen reposando los restos del mismo Ali Reza. Mashad, cerca de la frontera de Turkmenistán y Afganistán, acabó distando de Shiraz 22 horas, dos autobuses, otros dos platos de arroz con legumbres, unas galletas y el medio termo de té que sin aceptar un no por respuesta mi compañero de asiento me servía mientras él hacía lo propio con el otro medio. Alcancé Mashad ya de noche y me eché a dormir en el suelo de la estación hasta que al poco los guardas de seguridad me echaron. Hacía frío para dormir en la calle y los tres alojamientos en los que pregunté estaban llenos. En el cuarto hotel al que entré, también lleno, me ofrecieron dormir sobre un cartón bajo un recoveco de la escalera, y por si no hubiera tenido suficiente, un té de buenas noches. Bendita hospitalidad persa.
Al despertarme y salir a la calle, tomando otro té en uno de los tenderetes uno de los voluntarios me cuenta que justo el día anterior había sido 28 de safar, el día del calendario islámico en el que Mahoma falleció. Por si ésto no fuera suficiente, once días antes lo había hecho el mismo Ali Reza que estaba allí enterrado y Mashad seguía atrayendo a miles de peregrinos. “Tienes mucha suerte de poder estar aquí” me dicen mientras sorbo té. Y tanto que sí, pienso para mis adentros. Lo único con que me quedaré es con ganas de saber cómo es Mashad en un día normal, porque ése claramente no lo es. El tráfico está cortado en las avenidas que convergen al santuario, que pese a la hora temprana se van convirtiendo poco a poco en un hervidero de fieles. Visten de negro – chaquetas ellos y el obligatorio chador con que cubrir el cuerpo ellas – en señal de luto y caminan cabizbajos mientras se llevan la mano al pecho con fuerza una y otra vez. Son pocos los que hablan entre ellos, y la mayoría murmura o reza al andar.
Por el centro de la avenida procesionan grupos hondeando pancartas y tocando enormes tambores. Unos empujan altavoces gigantescos por los que salen canciones y otros las cantan a coro mientras caminan. Muchos, sin importar la edad, flagelan un látigo metálico sobre sus espaldas al ritmo de sus pasos. Sé que en el vecino Irak, donde la comunidad chiíta es importante, esta celebración sería más roja que negra, pues todos se tiñen de sangre al cortarse el propio cuerpo con afiladísimas espadas o con las mismas flagelaciones. En Irán y Líbano esta práctica está prohibida. Hago migas con un irakí que ha viajado desde su país a Mashad con toda su familia y me muestra vídeos de cómo un mes atrás, durante la Ashura, él mismo hacía el primer corte de su vida a su hijo de tres años, que aún luce la cicatriz en la frente. «Todo es poco frente al dolor del Imán Hussein, el mártir entre los mártires», me responde antes de que llegue siquiera a pronunciar una pregunta.
No entiendo ni una palabra, pero el tono de las canciones que resuenan por aquella avenida me produce una sensación triste. Unos me hablan de Hussein, otros de Ali, y todos comparten un luto que desgarra. Estoy en una suerte de funeral en toda regla que los chiítas llevan inmortalizando año tras año durante siglos. Alguno, con el sistema nervioso a punto de colapsar entre llantos y espasmos, parece cargar sobre si mismo todo el dolor acumulado en aquel tiempo. El aire de lo que veo no es muy diferente del de celebraciones religiosas en otras latitudes. Lo he vivido en la Semana Santa de España, en peregrinaciones en India, en la senegalesa Youba, en el sabbath de Jerusalén, durante el fin de Ramadán… Dios dispondrá a su antojo pero el ser humano se acaba valiendo siempre de los mismos ingredientes en sus manifestaciones religiosas. Sea como sea, no sé exactamente qué es, pero hay algo hipnótico en todo aquello. Tanto como para que a pesar de tantos estímulos, de repente me sorprenda abstraído, sin pensar en ninguna otra cosa, con los pensamientos mecidos al ritmo de látigos y canciones fúnebres. Afortunadamente, cada poco alguien grita las innumerables bondades de Ali Reza y el eco de las respuestas que reverbera por toda la avenida me devuelve al presente.
Me acuerdo de la gran mayoría de iraníes que durante este viaje han repudiado sin vacilar al Islam y cualquier otra religión y me pregunto cuántos de los que me rodean están hoy en Mashad por una convicción interior y cuántos por a saber qué motivo. Veo a hijos llevando a sus padres octogenarios que por su dificultad para caminar diría que no salen de casa más que este día del año. Son varios quienes me cuentan que han fletado un autobús entre medio pueblo de no sé qué rincón del país y han venido a rendir sus respetos a Ali. Hay quien ha llegado hasta allí caminando durante varios días desde su misma casa, y yo mismo he visto desde el autobús a otros que aún estarán en camino. Otros han pedido vacaciones y viajado en coche desde la otra punta de Irán y hasta desde otros países. Observo a quien llora ensimismado, con la mirada en éxtasis, mientras una mano por inercia sigue percutiendo el pecho y la otra repasa las cuentas de un rosario. Veo a algún otro moverse entre la multitud para tocar con sus propias manos todas y cada una de las pancartas de una constante procesión que parece no tener fin. Veo cada vez más y más gente, más gritos, más lloros, más palmas y más tambores. Veo cada vez más de todo, y todo -me siguen diciendo-, es poco para el Señor de los Mártires.
Tras más de dos horas deambulando entre el gentío, decido buscar un punto que me de una perspectiva de la escena y me subo a un bloque de cemento junto a unos iraníes. Estoy en una plaza en la que, como intuía, no cabe nadie más y las avenidas que mueren en ella siguen siendo un hormiguero incesante. De un bloque de edificios cuelga la omnipresente cara del ayatolá Jameini, y desde la azotea de los contiguos vigilan varios francotiradores. Saco la cámara de la mochila, consciente de que lo que el presente graba en la memoria ninguna lente recuerda igual y al poco veo un par de policías corriendo hacia mi. Me hablan en farsi hasta que el único que chapurrea algo de inglés me dice que abra la mochila preguntándome de dónde soy. “¿España? Perdona hombre, es que al verte con la mochila preferíamos saber…”. No sé si apaga su voz por falta de idioma o por ocultarme algo. “Bienvenido a Irán y Mashad” me dice el otro. Sacan una foto con el teléfono a mi pasaporte mientras rompemos el hielo con cuatro preguntas de fútbol. Que si Madrid por aquí y Barcelona por allá, o la increíble jugada de no sé qué jugador en no sé cuál Liga o Copa o qué sé yo. “De verdad, eres más que bienvenido a Mashad, hermano. Perdona de corazón por el susto, pero estamos en alerta por el Estado Islámico y al abrir la mochila nos hiciste sospechar. Pensábamos que eras de un país árabe y como eras el único que rebuscaba en su mochila aquí subido mientras el resto respondía a los coros de los altavoces…». Los que hablan inglés traducen a los otros y uno de ellos -luego me enteraría que era el superior- saca del coche patrulla junto al que me han apartado una bolsa de pistachos y la mete sin preguntar en mi mochila. Tampoco pregunta cuando pone en mi mano un vaso y mientras ya me lo está llenando me dice en farsi «¿Quieres un té?». Bendita hospitalidad persa.
Tras media mañana vagando por las arterias del chiísmo mientras gramos de teína hacen lo mismo por las mías, decido que es hora de entrar en su corazón, que metáforas aparte, no es precisamente pequeño. El Mausoleo del Imán Reza es el complejo islámico más extenso del mundo y hoy parece que el aforo va a estar completo. En su interior hay varias mezquitas, centros sociales, un museo, bibliotecas, una universidad, escuelas, fuentes y hasta un cementerio. Es una ciudad en sí misma a la que los estrictos controles obligan a entrar sin mochila. Antes de dejar la mía en una taquilla tomo una foto del exterior y un sonoro “Eeehhhh” precede a una riña en farsi que aún sin entender intuyo. “Perdón, no sabía que estaba prohibido”– miento disculpándome en inglés con el vigilante-. “¿De verdad eres de España? ¡Bienvenido a Mashad! Oye, ¿dónde vas a ver hoy el partido?” Por segunda vez en media hora veo a la seguridad y religiosidad del corazón del chiísmo caer rendidas a los pies del fútbol. Al minuto el vigilante me ha invitado a hacer noche en su casa y me guarda la mochila en la habitación de trabajadores. “¿Cómo vas a ser español, estar solo en Mashad y no ver el partido hoy? Me da mucha vergüenza porque es muy pequeña y siendo extranjero te parecerá muy pobre, pero estás invitado a mi casa todo el tiempo que quieras”. Por enésima vez, bendita hospitalidad persa. Tras todo un viaje así, cómo me va a costar despedirme de este país…
Una vez dentro pienso que si toda la gente que veo saltase a la vez los minaretes se moverían. Más tarde me enteraría de que más de un millón de personas pasan al mes por Mashad, y sin duda hoy deben contarse allí decenas de miles. Mientras empiezo a moverme entre los patios y mezquitas presiento que se me van a ir varias horas dentro observando a los peregrinos. Veo familias enteras sentadas en alfombras gigantescas, mulás e imanes dando discursos a círculos de gente, los grupos que antes procesionaban fuera se toman ahora fotos conjuntas celebrando su peregrinación al mausoleo. Hay quien lee, reza, medita y hasta quien duerme.
Tras un rato busco la puerta de hombres -el mausoleo está dividido a partes iguales entre ambos géneros- y me dejo arrastrar por un río humano hasta el interior. Todos estamos extasiados con el espectáculo. Miles de espejos pequeños rebotan la luz por literalmente todos los recovecos de las estancias que vamos atravesando. Enormes lámparas y columnas aún más grandes nos hacen levantar la vista, o más bien, no saber dónde dirigirla. Más que a un mausoleo, parece que estamos entrando a una suerte de cielo con mil estrellas que tiene su fin en una macsura, la sala de la mezquita reservada a la tumba del santo. Me quedo ensimismado fascinado por la idea de que algo tan pequeño y que ni siquiera se ve pueda remover tanto. Pero allí no hay espacio ni tiempo para la reflexión. La emoción se adueña de todos mientras a pasos minúsculos pero constantes seguimos avanzando. El que camina a mi lado me pasa emocionado el brazo por el hombro mientras su compañero, absorto en sus plegarias, llora y resopla tan fuerte que no se da cuenta ni cuando le hablan. Ya cerca de la tumba, cerrada con rejas, la gente se agolpa y empuja tratando de al menos rozarla. Alguno grita de frustración al no conseguirlo. Otros pasan a sus hijos entre las cabezas del resto para que agarren unos segundos las rejas. Hay quien ata una tela como ofrenda a los barrotes. Los de seguridad se desesperan por la imposible tarea de que el paso por la sala sea fluido mientras los fervorosos frustran sus últimos intentos por unir aunque sea un segundo su mano con la tumba. Nada deseo más que quedarme allí quieto sintiendo una intensidad que soy incapaz de absorber, pero no hay forma de quedarse quieto ni un segundo en aquel ingobernable río humano. Los pies se mueven solos, como sin vida, dando pasos mílimétricos en un ritmo que todos creamos pero ninguno controlamos. Sigo oyendo llantos desgarrados entre una masa humana que parece respirar a la par, y cuando me doy cuenta, estoy por fin fuera y soy yo el que respira.
Entré varias veces más a ver la tumba, y al final entre una y otra cosa acabé pasando el día entero en el Mausoleo del Imán Ali Reza. Al saberme extranjero muchos venían a saciar su curiosidad y compartir algo de charla, además de los imperativos frutos secos y té. Yo tenía tanto interés en ellos como ellos en mí, así que tras las preguntas de rigor iniciales, aprovechaba para preguntarles por qué habían venido. “Por acompañar a mi familia”, contestaban tajantemente algunos añadiendo un “Llevan meses soñando con esto”. Otros me contaban que el ejemplo de la vida de Reza era pilar en la suya y que venir periódicamente a rendirle respetos les era importante en su vida espiritual. Otros me dieron la misma respuesta que ya había escuchado en otros lugares del país: «las enseñanzas de Reza son muy interesantes y sin duda su asesinato una injusticia, pero todo este tinglado es demasiado».
Al caer el sol, los almuecines empezaron a cantar la grandeza de Alá y su profeta. El desorden de aquellos patios gigantescos desapareció cuando en cosa de un par de minutos todo el mundo estaba alineado por filas. Era la hora del cuarto rezo del día, y mientras escribo esto cambiaría sin dudarlo la magia de los cinco minutos que siguieron por todo el resto del día.
Al salir del complejo quedé con el vigilante. Se llamaba Ali y vivía lejos del centro, en un barrio humilde de calles grises y ninguna farola. Sus padres eran granjeros en un pueblecito y se habían empeñado para que él estudiase Económicas en la Universidad de Mashad. Su casa era una habitación sencilla que servía de salón, cocina y dormitorio. Como en todos los hogares iraníes, el suelo hacía las veces de mesa, colchón y superficie multiusos. Sobre él había colocado una bandeja con fruta, pepinos y tomates, además de zumo, yogur líquido y refrescos. “Sírvete todo lo que quieras y dúchate con calma. Estás en tu casa y para mi es una alegría y honor que estés aquí”. Hablamos de mil cosas mientras cenábamos y él trataba de conectar su tablet a una emisión pirata del partido. Cuando por fin lo consiguió, empezamos a verlo hasta que al poco la señal se perdió.
– Ali, te llamas igual que el Imán Reza y además trabajas en la seguridad de su mausoleo ¿qué significa este hombre para ti?
Ali se queda pensando, balbucea dos o tres palabras mientras trastoca por la tablet hasta que firmemente responde:
– ¿Qué significa para ti el fútbol?
– Si te soy sincero, Ali, a mi el fútbol ni me va ni me viene.
– ¿En serio? ¡A mi tampoco! responde con los ojos brillantes mientras se le cambia la cara. De hecho, este es el primer partido que veo.
– Pero entonces, ¿Todo esto de la tablet con el lío que hay que armar para verlo?
– Vine hoy por la tarde a comprar la cena y llamé a un amigo para que me enseñase a configurarlo, pero nunca lo había hecho antes. Me dijiste que eras español y como a los españoles os encanta el fútbol, pensé que tenías que verlo y lo puse para ti.
Y así, el fútbol volvió a callar a Dios e Irán me calló a mi. Bendita hospitalidad persa.