“Los adoradores del diablo en Irak” es el título de un capítulo de un libro de religiones de Oriente Medio que compré en Londres un verano que viví en el Reino Unido. Tras leerlo me prometí que algún día yo también conocería Irak. Lo que no imaginaba entonces es que el momento de hacer honor a mi propia promesa llegaría siete años después, aprovechando una temporada en la que viví en Turquía.
Me dirigía a Lalish, algo así como el Vaticano o la Meca para los yezidís, la particular religión en que quería profundizar. Tras visitar durante todo un día Suleimaniya, a escasos kilómetros de la frontera iraní, puse rumbo al Norte. Completé el asiento trasero de un Mercedes de los años setenta junto a tres hombres de Mosul. Dos de Bagdag hacían de copilotos y un sirio conducía. Varias horas después, me apeé en las afueras de Duhok, en la ahora llamada Región autónoma del Kurdistán Iraquí. Al verme caminar hacia el centro de la ciudad, un hombre de extremada hospitabilidad – como todos los que conocí aquellos días- me invitó a hacer noche en su casa. Compartí dormitorio con sus cuatro hijos, que cuando llegamos, con la madrugada ya entrada, dormían sobre unos colchones en el suelo.
No daban ni las ocho cuando al día siguiente mojaba pan en una tortilla compartiendo el mismo plato con mi anfitrión y su esposa mientras que en un elemental inglés intercambiábamos impresiones. Me despedí agradeciéndoles con un “espás” (“gracias” en kurdo) y me dirigí al centro de Duhok. Al ser ya de día descubrí que se enclavaba a los pies de una montaña en cuya ladera, con piedras, estaba dibujada la bandera kurda. Mientras paseaba pregunté a varias personas por el edificio central de los yezidís, el centro burocrático y de reuniones de los representantes de esta fé del que ya había escuchado hablar, suponiendo que me sería fácil encontrarlo. Para mi propia sorpresa, fueron muchos los que me respondieron encogiéndose los hombros. Finalmente, en una librería diminuta de publicaciones en lengua inglesa, no sólo me invitaron a té, sino respondieron a mis tantas preguntas políticas y sociales sobre Kurdistán y me acabaron guiando hasta el centro que buscaba.
Una vez allí, el portero me indicó con gestos que era bienvenido. Entre pasillos llenos de fotografías históricas, libros, recortes de prensa y posters varios localicé la única habitación con gente. Con la puerta entreabierta, no necesité llamar, pues todos me miraban desde antes de entrar. Al presentarme me respondió Fadhil en un perfecto inglés. Era el responsable del centro, y más tarde averiguaría que ocupaba, además, un cierto cargo en la jerarquía yezidí. Su piel era tersa, levemente ennegrecida y brillante. Tendría treinta y muchos años, vestía elegantemente sin ir de etiqueta, y unos ojos turquesa oscuro imanaban la mirada de todos los presentes. Era una de esas personas cuya presencia no deja indiferente. Me interesé por qué hacían allí, aunque debo admitir, que no con otro objetivo que entablar conversación para llegar a temas más profundos sobre su religión. Fadhil se me antojaba una oportunidad perfecta para profundizar más en ella. Agradecí escuchar el punto de vista más humano de la fe yezidi de su boca, así como que me diese referencias sobre los últimos estudios de su origen, pues son bastante difusos. Pasados unos veinte minutos argumentó que debía volver a la reunión en que estaba y nos despedimos. Le trasmití mi deseo de visitar Lalish, para lo que llamó a alguien del centro que me llevaría y traería en su taxi, pero al pedirme cuarenta dólares americanos, rehusé.
Caminé a la estación de autobuses de la ciudad, pero ninguno llevaba a mi destino. Afortunadamente, quien atendía la ventanilla acababa su turno y me acercó a las afueras de la ciudad en una scooter. Desde allí comencé a hacer autostop. Extrañados al verme, los soldados de la pershmerga -el propio cuerpo de seguridad del Kurdistán- me ayudaron a conseguir un vehículo. Lo que ni ellos ni yo sabíamos es que necesitaría cinco distintos (¡incluyendo un tractor!) para llegar a Lalish. Hora y media más tarde me apeé a un par de kilómetros del lugar. Los recorrí a pie esforzándome por encajar en mi cabeza el puzzle entre lo que Fadhil me había contado y yo había leído de tan peculiar credo. Pese a no ver un alma en el camino, ese sendero era el destino final de la peregrinación soñada por tantos adeptos de esta fe, que al igual que los musulmanes con La Meca, deben peregrinar una vez en la vida a Lalish.
Antes de continuar, creo necesario desmentir el extendido mito. Los yezidis no adoran al diablo, ni realizan rituales satánicos ni cualquier artimaña parecida que el morbo de los medios de comunicación haya tratado de difundir. En la cosmogonía de esta peculiar fe, Dios, o el ente creador de la Tierra tal y como la conocemos, dispuso de siete ángeles en su superficie, siendo Melek Taus el más importante de ellos. Se le representa con la forma de un pavo real, y al revelarse contra la orden divina de postrarse ante Adán (y por ende, ante la raza humana), refutando que no se postraría más que ante el creador, los yezidís encuentran en él la representación del mismo Dios. Fue elegido por este mismo para habitar siete mil años en el infierno, donde sus llantos consiguieron apagar los fuegos del averno. Tras ese tiempo fue aceptado como uno de los ángeles o príncipes celestiales que vagan como demiurgos por la Tierra. El Cristianismo encuentra en Melek Taus, con ciertos matices, el homólogo del Ángel Caído.
Los orígenes de esta religión, amén de ser difusos, llegan a enfrentar en ciertos puntos a historiadores. El propio nombre “yezidí” no comienza a usarse hasta entrado el siglo VII, cuando un califa omeya llamado Yadiz reaviva la llama de este pueblo. Son varios los elementos de la religión yezidí que derivan de zoroastrismo y hasta del mitraismo. Otros tantos lo hacen del Islam, como los cinco rezos obligatorios diarios, que sólo pueden ser realizados en presencia de yezidíes, así como las plegarias al amanecer en la dirección del Sol, o al mediodía en la de Lalish. Sheik Adi ibn Musafir, un sufí libanés nacido en el siglo XI, considerado profeta y encarnación del propio Melek Taus, redactó además algunos de los libros sagrados de esta fe.
Al llegar a Lalish me abordó un niño. Apenas tendría doce años, y su clara tez unida a sus rizos rubios le conferían un aspecto ciertamente poco kurdo. Chapurreaba inglés y al poco de presentarme a su familia, su tío se ofreció a guiarme por el templo. Me descalcé, entrando a la parte cubierta del mismo, donde destaca la tumba del mismo Sheihk Adi. Observé como todos los fieles giraban con extrema devoción tres veces alrededor de ella, cuchicheando plegarias mientras ofrecían telas que quedaban colgando de los sepulcros. Como curiosidad, para los yezidís el tinte azul está prohibido tanto en dichas telas como en las prendas de vestir, pues es el color propio de Melek Taus. Bajamos a un segundo nivel, donde las habitaciones han sido directamente escavadas en la roca. Miles de vasijas llenas de aceite, que a veces es quemado, explican el negrín de las paredes y dotan al templo de una atmósfera apocalíptica ligeramente incómoda. Interrumpe el silencio de la visita un señor con cara de pocos amigos, barrigón y al que al estrechar su mano me apercibo falta un dedo. Me es presentado como la máxima autoridad del lugar, de acuerdo a la jerarquía yezidí, pero sólo habla kurdo (ni siquiera árabe, lengua obligatoria en esta región en la época de Saddam Hussein) lo que me dificulta comunicarme con él sin ayuda. Hay varios fuegos que, me afirman, llevan siglos sin apagarse. Él se encarga de que sigan sin hacerlo, y hasta me invita a avivar algunas llamas, cosa que acepté.
Este señor me contaba que Lalish no es más que uno de los siete puntos esparcidos por toda la geografía mundial, en los que se concentra el mal de la Humanidad, y que sólo algunos de los yezidis más notables conocen. Con excepción de Lalish, donde me encontraba, el resto son usados para llevar a cabo rituales secretos de marcado carácter esotérico. Se localizan en Níger, Rusia (Urales y Siberia), Irak, Siria, Sudán, Turkmenistán. Estos enclaves no son azarosos, sino que representan la proyección de la misma Osa Mayor sobre la superficie terrestre. De acuerdo a los libros sacros, la caída de estas siete torres implicará el fin del universo. Cabe aclarar que este universo es el nuestro, el que conocemos, pues la cosmogonía yezidí afirma que existen varios más.
Tras la visita, siendo ya hora de comer, me sacaron una bandeja de comida que compartiría con mi anfitrión. Aproveché para seguir escudriñando en la idiosincrasia de este pueblo. Quizá sorprenda la costumbre de que si un yazidí es encerrado en un círculo quedará dentro hasta que otro yazidí lo abra permitiéndole salir. Está prohibido comer lechuga. El matrimonio sólo está permitido entre yezidíes, y quien no nazca heredando tal fe no puede acogerse a ella. Tampoco sus fieles pueden dejarla. Esto ha provocado no pocas críticas, pues hace algunos años una mujer yezidí, al casarse con un hombre musulmán y enterarse de ello la voz pública, fue lapidada cerca de Mosul. Un escueto “Va contra las normas” es todo lo que a quienes pregunté por este asunto respondieron. Las mujeres además tienen prohibido alfabetizarse. Curiosamente, el divorcio está permitido. Si el marido se ausenta, dejando a su esposa durante más de un año, el matrimonio se anula, así como la posibilidad del hombre de volver a casarse de nuevo. Queda prohibido pronunciar cualquier palabra que comience por “sh”, pues así empieza tambien “Shai-tan”, otra forma de referirse a Melek Taus (y por la que a veces es confundido con Satán).
El pueblo kurdo ha sido perseguido desde el comienzo de sus días, ora por la importancia geoestratégica de sus asentamientos, ora por robar sus bienes, ora por mera expansión territorial. El tener una religión bañada de cierto oscurantismo, poco transparente a los no practicantes, endogámica, y en la que se sacrificasen para algunos rituales animales (siempre aves) facilitaba a sus enemigos justificar sus ataques.
Me despedí de mis nuevos amigos yezidís agradeciéndoles su hospitalidad, y saliendo por donde había venido. En el camino conocí a unos jóvenes que también habían pasado la tarde en el templo que se ofrecieron rápidamente a llevarme en su coche hasta un control cercano a Mosul. Quien me recogiese en mi último trayecto iraquí, un trabajador del gobierno europeo, me invitó a visitar un campamento de refugiados por los exiliados del PKK en el que él debía recoger un documento. La experiencia de aquella breve visita bien merece otro artículo.
Una vez en el paso fronterizo de Ibrahim Khalil, me llevé la primera sorpresa de la noche. No había considerado que esos días se celebraba el Eid, – la fiesta del cordero -, que es el equivalente islámico a la Navidad cristiana y que hacía que las colas se extendieran kilómetros para salir del país. Ante la obligación de hacerlo en vehículo, compré alcohol y tabaco en el duty free, tanto como permitía la ley de exportación, a cambio de cruzar gratuitamente en el vehículo de quienes se beneficiaban de la compra vendiendo los bienes nada más pasar la frontera. Tras una insoportable noche en vela, diez horas después desde que llegase a la frontera y con el cielo ya amanecido, entraba en territorio turco.