Nunca tuve demasiado claro si en los viajes hay que buscar, dejar que el viaje te encuentre o una mezcla de ambos, pero siempre pensé que a Unakoti llegué por puro rebote. No es que apareciera allí por error, sino que me había recomendado visitar el lugar un amigo del primo de alguien que me alojó en su casa en otro estado. Esta aparentemente aleatoria sucesión de hechos fue la decisiva serendipia para que visitase el lugar. Durante una noche viajé en tren hasta cruzar la frontera del estado indio de Tripura, el último que me faltaba por conocer de las siete hermanas. Me apeé por la mañana en Kumarghat, un pueblecito donde al verme aparecer hasta la autoridad vino a preguntar qué hacía por allí. Una vez convencidos de que era un simple viajero me invitaron a desayunar y uno me ofreció quedarme en su casa tanto tiempo como quisiera. Caminé una hora por una agujereada carretera desierta hasta que un camión destartalado lleno de verduras me recogió dejándome un rato después cerca del complejo.
Camino de Tripura, una de las siete hermanas.
Cuenta la leyenda que caminaba el dios Shiva con un conjunto de diez millones de deidades cuando decidieron hacer noche en un valle, debiendo partir temprano al siguiente día. Pero la pereza parece afectar también a los dioses, a los que al no querer despertar Shiva castigó convirtiéndolos en roca. “Una” significa “uno” y “Koti” son “diez millones”, por eso Unakoti homenajea con su nombre a los tantos dioses (diez millones menos uno, Shiva) cuyos ronquidos quedaron inmortalizados en las esculturas que hoy se alzan entre la selva y cascadas del valle. Otras lenguas cuentan que encargaron a un famoso escultor esculpir los millones de dioses con que soñaba en piedra. Poco antes de acabar decidió hacer una de las figuras a su propia semejanza, debiéndose por ello el nombre Unakoti a los mismos motivos.
Una vez allí, paseé por la zona, acepté la invitación a té de un simpático abuelo que sin dentadura ni idioma en común conmigo no paraba de sonreírme y darme palmadas al hombro, me uní a unos niños que se bañaban en un río, ayudé a recolectar hierbas a una mujer de la etnia tripuri y buscando una panorámica que me permitiera observar las estatuas encontré a un asceta sentado bajo un árbol. Antes de devenir un saddhu (un asceta hindú que renuncia a los placeres materiales de la vida) había ido a la escuela y en inglés pudo explicarme que durante veinte años había peregrinado a pie por casi todos los lugares sagrados de India. En los puntuales silencios de nuestra charla me quedaba pensando en sus palabras mientras él cantaba un gutural «Ommmm Shivaaaaaaa» mientras la mirada se le perdía en el infinito. Cuando le pregunté que el porqué de su canto me respondió que lo importante era recordarse siempre a uno mismo y lo que se busca. Así, como asceta él recordaba constantemente a Shiva y se concentraba así en sus prácticas evitando distraerse con necedades. «Si fuera carnicero, zapatero o panadero usaría el mismo mantra, pues éste no deja de ser una excusa para recordar constantemente quién se es y emplearse a fondo en lo que se haga«. «La gran tragedia y milagro de ser humano son las dos caras de la misma moneda: el no saber entender ni controlar nuestras pasiones«.
Una de las muchas estatuas de Unakoti. Esa tenía casi diez metros de altura.
Ambos habían empleado más de veinte años de su vida en recorrer India a pie.
Cuando ya me iba de Unakoti un hombre me llamó. Un sincero “Hablo contigo porque estoy borracho y así no me da vergüenza” le bastó como presentación. Resultó ser un jefe regional de policía que, botella de güisqui en mano, no dudó en ordenar a los varios cadetes que estoicamente soportaban su ebria compañía conducir al pueblo más cercano. Allí cenaríamos juntos antes de que tomase el único tren a Agartala, capital del estado de Tripura. Llegué ya bien entrada la noche, encontré una habitación espartana en un albergue y cené por segunda vez ante la insistencia del portero en que compartiésemos plato.
A la mañana siguiente un común “menuda noche, eh” nada más vernos confirmó que la cena nos había pasado factura a ambos. Algún alimento en mal estado o el agua, quién sabe, nos había anclado a la letrina con fuegos artificiales en el estómago. Tras los escatológicos buenos días, aún revuelto, tomé un autobús camino a Udaipur. Este pueblecito poco se parece a su mucho más conocido homónimo en Rajastán. Era sábado y el pueblo se llenaba de fieles llegados de todo el estado. El templo principal, motivo de mi visita, tenía una historia curiosa. En el siglo XV el rey de Tripura tuvo una revelación en sueños que le instaba a colocar una imagen de la diosa Tripurasundari. El problema era que el altar ya albergaba otra de Vishnu, representante de otra rama de la religión hindú, lo cual causaría problemas entre los seguidores de ambas. Finalmente, a pesar del dilema del gobernante la imagen fue instalada sin que causase altercados entre los fieles, y hoy día ambas deidades son visitadas por igual.
Tras pasear por el templo me senté entre los peregrinos. Un personaje llamó mi atención. Tenía aspecto siniestro, larga melena y observaba con calma a su alrededor. Estaba sentado bajo un árbol cuando al ver a unos perros enfurecidos asustar a algunos visitantes se levantó. Tan pronto llegó éstos se calmaron y pasaron a jugar con él haciendo difícil de creer que medio minuto atrás habían atemorizado a varios adultos hasta hacerlos correr despavoridos. Me acerqué a saludarlo. Simpático y cálido desde el comienzo, nos enzarzamos rápido en una larga conversación. Llevaba varios días allí y como el saddhu de Unakoti también viajaba a pie por toda India. En este país el gobierno certifica la muerte legal de un saddhu una vez que su maestro confirma que ha dejado de ser un mero aprendiz. Éste me enseñó una carta escrita a mano por su maestro dando fe de su identidad, si bien aseguraba que jamás había necesitado usarla. Colgaba de su cuello un medallón de Suria, una deidad asociada al Sol de quien era devoto. Lo que más me gustaba de hablar con él era su suave temperamento y sentido crítico. Rompió la charla un vendedor de té que al pasar le regaló un vaso. Mi nuevo amigo abrió su pequeña bolsa de mano y sacó un cráneo donde vertió medio vaso dándome a mi el resto.
Al ver la calavera le pregunté si esta práctica tenía alguna relación con los aghori, una controvertida rama ascética afamada por comer carne y heces humanas. Años atrás conviví con algunos de ellos en cuevas del Himalaya y crematorios de Benarés y los había visto muchas veces ingerir alimentos de un cráneo. Me explicó que su “cuenco óseo” era heredado de maestro a aprendiz, habiendo el suyo pertenecido a un gurú fallecido más de dos siglos atrás. La función del mismo no era más que recordar la muerte como unificadora de todas las personas, y la impermanencia de cualquier fenómeno. Me contó cómo muchos de los aghoris realmente no son tales, y simplemente hacen tales actos públicamente – bien despachados de alcohol y drogas- por los poderes sobrenaturales que muchos indios les siguen atribuyendo, amén de otros beneficios como dinero, comida e incluso sexo. “Vivir del cuento”, en definitiva. Remató con una apreciación al respecto: “Realizar cualquier acción sin más fin que el reconocimiento es una suprema muestra de egoísmo, justo lo contrario de lo que un saddhu persigue”. Reconocerlos es sencillo, me aseguraba. Más allá de su llamativa estética de cuerpos desnudos cubiertos en ceniza se advierte inmediatamente la compasión en las formas y palabras de un verdadero saddhu. En India, como en el resto del mundo, “el hábito no hace al monje”.
Siguió el discurso puntualizando que si bien cabe criticar a tantos falsos saddhus, la mayoría de los peregrinos que veíamos no estaba tampoco exentos de crítica. Muchos iban a rezar ignorando el significado de lo que hacían. El hinduismo, como cualquier otra religión debe ser una herramienta para desarrollarse y no un ramillete de supersticiones e impuestas obligaciones rituales. Postraciones, rezos y sacramentos varios están tan carentes de significado para la gran mayoría de hindúes como presentes en el día a día de la geografía india. Buscan en los dioses la respuesta a sus miedos, frustraciones e infelicidades, sin saber que todo eso no depende más que de ellos. ” ¿Ocurre igual en tu país?”, me preguntaba haciendo sin querer patente en su respuesta la universalidad de la observación.
La naturalidad con que hablaba de cualquier tema, atención con que escuchaba y calma que transmitía fueron, además de todo lo que me enseñó clave para que recuerde a este peculiar asceta como una de las personas más interesantes de aquel viaje a India. Al despedirnos le dije que ojalá nos viéramos en otra ocasión, fuera en su ashram de Nueva Delhi, en otro templo, peregrinación o en la misma carretera. “Quizá en otra reencarnación” fue lo último que le escuché bromear mientras ya me alejaba. No había andado ni cien metros cuando mi fiesta estomacal saludó de nuevo. Y entonces me di cuenta de que durante las tres horas que pasé con aquel asceta no había sentido molestia alguna. ¿Habría tenido él algo que ver?, pensaba mientras desde un vehículo veía el templo empequeñecer en el horizonte.