Nenad era mi amigo desde antes de que él lo supiera. Exactamente desde que leí una entrevista en la que contaba cómo había llegado a China desde Serbia haciendo autostop, cruzando para ello Afganistán disfrazado de afgano. Cuando a punto de abandonar Jakarta se me ocurrió bichear Internet, averigüé que vivía allí, y no tardé en escribirle. Minutos después me invitaba a su casa por tantos días quisiera. ¿Cómo no iba a hacerlo, si aunque no me conociera, ya éramos amigos? Me había indicado dónde encontrarle, y allí me dirigí.

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¿Sabías que en Jakarta hay más de 120 centros comerciales? No tengo particular simpatía por estos lugares, pero en uno de ellos trabajaba Nenad y allí debía buscarle. Si hay academias de idiomas y personas interesantes, no deben ser tan malos, pensé. El problema, como tantas veces en la vida, estaba en mi forma de mirar las cosas.

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Conversaciones de esto y lo otro, y paseos sin buscar nada que ver, por el propio hecho de recorrer la caótica Jakarta. La compañía lo hizo todo, y estando tan encantado acabé encontrando atractiva una ciudad en la que nadie me recomendaba pasar más de unas horas. Una de las noches fuimos a un concierto donde acabamos tomando cerveza con el productor. Nenad, que era un maestro de la retórica, decía que si se sabe hablar con uno y otro, las cosas vienen solas.

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Nos despedimos con pena y la promesa de vernos de nuevo. Escribí el nombre de otra ciudad a modo de billete y caminé hasta un peaje. Sólo debía esperar algún vehículo que me llevase. Al final fueron tres: un transportista de tofu al que ayudé a dejar su carga por algunos mercados. ¿Adivinas qué me regaló cuando nos despedimos? El segundo era un futbolista profesional que al saberme español me repitió la alineación de no-sé-cuántos equipos de memoria. Con tan superlativo poder de unir a las personas, me pregunto cuándo alguien declarará oficialmente a este deporte como religión. El tercero era un camionero que a cuarenta por hora tuvo tanta oportunidad de aprender inglés como yo bahasa indonesio. Lo que no sé es cómo pudo conducir más de veinte horas un camión sólo parando media para comer y escasos minutos para rezar. ¿Sabías que Indonesia es el país con más musulmanes del mundo? Como pequeña anécdota, en un momento en que cerraba los ojos, encontró en la radio un programa católico en inglés y me despertó. Igual que él escuchó el suyo, pensó que yo querría escuchar el mío. Hay muchas más formas de compartir de las que pensamos.

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Varios días después, me reuní de nuevo con Nenad y Famega, su novia indonesia. La familia de ésta nos acogió en su casa cercana a Borobudur, el templo budista más grande del mundo. Hasta allí llegamos con unos musulmanes que estaban construyendo una mezquita por su cuenta. Como no cabíamos en la cabina, fuimos junto a la carga: la parte superior del minarete con el que culminarían su obra.

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Esa noche miles de personas acudieron a Borobudur. Se celebraba el Waisak, o el aniversario de la iluminación de Buda. Muchos monjes recitaban mantras en voz alta creando hipnotizantes melodías, otros peregrinos profundizaban en la filosofía budista y casi todos compartían comida. Antes del amanecer más de mil lámparas volantes se alzaron iluminando el  cielo con mil estrellas anaranjadas.

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Todos escribían o pedían un deseo al hacerlas volar. ¿A quién se la pedirán? ¿Al Dios de sus religiones? ¿A lo que cada cual entienda como deidad? ¿A Buda? ¿A la propia vida? ¿A ellos mismos?

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Al día siguiente, familiares y vecinos de Famega vinieron a su casa. Se cumplían cuarenta días de la muerte de su tía. Mientras nos sentábamos en el suelo, su padre me contó que había ido un par de veces a Europa. «¿Qué te pareció?«, pregunté. «Muy moderno, pero triste. La gente viste de oscuro y nunca parecen contentos.» Miré al frente y vi a todos sonreír y vistiendo de colores. Cuando hablaron en voz alta recordé que habían venido a recordar a una fallecida.

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La siguiente mañana la familia de Famega nos prestó una moto pequeña, y con ella partimos sin rumbo fijo. Parábamos en cada pueblo, elegíamos dónde ir según el paisaje iba apareciendo ante nuestros ojos, y nos deteníamos donde queríamos por el mero placer de apreciarlo bien, conversar tranquilamente o saludar a los paisanos. No había más plan que el que sintiéramos en cada momento.

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¿Quién vivirá en ese pueblo? ¿Cómo será su gente? ¡Vamos a verlo! Y el plan estaba hecho.

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A veces no encontrábamos gente en los poblados. Estaban trabajando la tierra en los alrededores.

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La simpatía y curiosidad no la dejaban en casa. Al vernos pasar dejaban su trabajo para conocernos e intercambiar impresiones. Éstos de la fotografía no nos dejaron ir sin compartir su comida del día con nosotros. Pasamos media hora entre risas, como amigos de toda la vida. Lo único que no compartíamos era un idioma común.

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Siguiendo camino empezó a llover. Nos refugiamos en una mezquita donde pese a las nubes de su cielo, nunca llovía. Nos pareció un buen lugar para dormir y sólo tuvimos que decírselo al imán para tener hotel aquella noche.

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A la mañana siguiente fuimos a un lago cuya química juguetea cambiando los colores del agua entre tres tonos de azul. Unos niños que estaban de excursión se quedaron boquiabiertos y hablaban de magia al verlo.

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Luego fuimos a ver un volcán que tenía poco que ver con la imagen que tenía de estos en mi mente. Un geólogo me explicó los diferentes tipos y características de éstos, y tras ello aprecié mucho más lo que tenía ante mí. Antes de conocerle, mi propia ignorancia me hacía verlo totalmente distinto.

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Cerca del cráter una señora vendía piedras de sulfuro. Curioso mundo en que vivimos que necesitamos tener como recuerdos piezas de nuestro propio planeta.

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Seguimos camino y encontramos otro volcán sin cono. Gracias al geólogo, ahora sabía que la verduras crecen más cerca a su lado, dando más comida sin necesidad de modificar la semilla.

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Lo que más me atraía del altiplano de Dieng eran sus antiguos templos hindúes. En su época gloriosa fueron centro de peregrinación de importancia. Hoy en estas tierras tienen otros dioses, y sus habitantes plantan patatas junto al antiguo complejo religioso. Todo se transforma, hasta la religión.

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Cuando llegué a los templos más importantes, me encontré con caras conocidas. Allá donde quieras llegar, siempre alguien ha estado ya.

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Seguimos caminando entre montañas, inventándonos el camino entre pueblecitos. Por muy bonita que sea la naturaleza, siempre me atrae más conocer a otras personas de mi especie. La cabra tira al monte…

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¿Qué importancia tendrá la religión que allá donde construyan veinte casas, siempre hacen otra para honrar a Dios?

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Volviendo a casa de Famega, nos paramos a ver la lluvia caer sobre medio pueblo. Los del otro lado de la calle debían estar contentos.

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En una cuesta nos caímos de la moto. Sólo tuvimos daños menores, pero debimos pasar por un ambulatorio. Nenad se dañó la mano, impidiéndole conducir. Poco después, al vernos caminar mientras caía la noche, nos acogieron en una mezquita. Quemaron carbón para calentarnos, mientras nos agasajaban con sopa, galletas y un colchón con manta. Era un habitáculo junto a la sala de rezar en que dormían sus cuidadores, humilde al extremo, donde nos lo dieron todo.

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Con la primera llamada a la oración, también nos despertamos nosotros. Rezamos a nuestra manera y de nuevo tomamos camino. «Id hacia el volcán», nos indicaron nuestros nuevos amigos. Horas más tarde, llegamos a casa de Famega. Enseñamos algunas fotos, pero ambos ya entendimos que el viaje no estaba en ellas. Ni las conversaciones, discusiones filosóficas, rostros, miradas, impresiones, sonrisas, la extraña sensación de pisar un lugar nuevo que sientes tuyo sólo porque allí vivan personas, y otras tantas emociones podrán jamás transmitirse con una fotografía o relato. Para tener recuerdos, antes hay que vivirlos.