Me dirigía a Badrinath, un pueblo diminuto consagrado a la vida espiritual, y el último punto que me faltaba para completar la Char Dham, una peregrinación a cuatro enclaves sagrados del Himalaya. A eso de las cinco de la mañana, con la primera luz del día, continuaba el camino entre las montañas más altas del globo el mismo autobús que la noche anterior se había roto. Viajaba en la cabina del conductor, no solo por las inmejorables vistas, sino porque en ella nos habíamos juntado un grupillo de diferentes lugares del país. Habíamos hecho noche en el mismo autobús, acurrucados entre los bancos, mientras trataban de reparar el motor.
Unos veinte kilómetros antes de llegar a Badrinath, un enésimo calentamiento del motor fue la serendipia que necesitaba. Estábamos cerca de Govind Ghat, un asentamiento de la religión sikh repleto de gurdwaras y alojamientos para peregrinos. Cientos de «khanda» – el símbolo que la representa- lucían en todos los rincones y dos barbudos vigilantes custodiaban honoríficamente la entrada al lugar con una enorme lanza en sus manos. Tras despedirme de mis amigos del autobús, curiosée un rato por los callejones de esta aldea hasta que siguiendo la calle principal llegué al comienzo de la peregrinación que en ella se origina. Una enorme puerta daba la bienvenida al camino, y sin pensármelo, mientras recordaba lo que había leído hacía tiempo sobre este sitio, la crucé comenzando con fuerza la dura subida.
Es sencillo identificar a los sikhs, y es que estéticamente se les reconoce por llevar consigo siempre cinco objetos, que en gurmují (una lengua endémica a esta religión) comienzan todos por la letra K. Así el Kesh consiste en no cortar nunca desde el nacimiento ningún pelo del cuerpo, independientemente de tu género (podéis imaginar las barbas y melenas que portan los adeptos masculinos de esta religión). El Khanga es un peine de madera con el que se recogen en la parte frontal de la cabeza este pelo. En la muñeca colocan un Kara, que es una pulsera metálica, y como ropa interior siempre se usa el Kacha, una especie de calzoncillos largos de algodón. Colgando de la cintura siempre está el famoso Kirpan, una pequeña daga herencia de tiempos en los que podía usarse para la autodefensa o la de un tercero en peligro. Sus templos tienen la misma arquitectura en cualquier lugar del mundo, con enormes cúpulas blancas coronadas por la Khanda. Pese a ser monoteístas, son los varios gurús que esta religión ha dado desde que surgiera hace cinco siglos. La peregrinación de Hemkund Sahib consiste en recorrer el camino que lleva al lago en que el decimoprimer gurú pasó sus últimos años.
La senda que se recorre transcurre paralela a un río, rodeada de las impresionantes cumbres del Himalaya, pero era el ambiente que sus peregrinos marcan lo que me sobrecogía. Pese a la elevada pendiente, todos van cantando alegremente «como Pedro por su casa», repartiéndose caramelos, dulces o frutos secos al encontrarse con otro grupo y felicitándose por la subida. Cuando dejan de cantar, siempre alguien grita algún lema o frase y todos responden luego a coro. Ni siquiera en los días que pasé en Amritsar ( la ciudad santa de los sijs, algo así como la Meca para los musulmanes o Jerusalén para los católicos) note esa emoción y magia entre los peregrinos.
Poco tardé en entablar conversación, ahora amistad, con una familia que habían conducido dos días seguidos desde su Punjab natal hasta Govind Ghat, y que ese día comenzaban también su peregrinaje. Media hora después de conocerlos me trataban como a un hermano, tanto los que chapurreaban inglés como los que usaban el lenguaje de señas (¡que para algo está!). Me había tomado la peregrinación como algo personal, pero poder compartir camino con ellos, cantando conjuntamente canciones al gurú y respondiendo cuando alguno coreaba algún himno o lema, me hacía sentirme parte de aquella atmósfera, y no podía estar más contento por ello. Además nos reíamos todos a carcajadas con mi pronunciación en idioma punjabi.
Hay quien ha construido su casa en la misma ruta que sube al algo, y se gana algunas rupias vendiendo refrescos, galletas, dulces o comida varia a los peregrinos cansados. Mis amigos nunca me dejaban pagar ningún refrigerio, me tomaban como un invitado especial, y no paraban de preguntarme a cada paso que si estaba bien, que si estaba cansado, que si en España hay sikhs, que cómo son, que si tenemos montañas, que si estaba casado, que por qué no lo estaba…
Entre charlas y canciones, pese a los dieciséis kilómetros de buena pendiente llegamos a media tarde a Gangaria, un enorme gurdwara (los templos sikhs en los que siempre se ofrecen comida y alojamiento por una voluntad) emplazado en el único lugar llano de la zona. Construido junto a un curioso árbol que sirvió de hogar a Gobind Singh, el décimo gurú sikh que vivió como asceta esa parte de la montaña, el templo está hoy día rodeado de varios albergues y casas de peregrinos que dan cobijo a todos los que acometen la subida. Pese a la austeridad del lugar, observé que hay algunos de pago, de cierta calidad dentro de los estándares del país, para las clases más altas.
Esta familia (aunque yo siempre pensé en media familia, pues no había ni una fémina en el grupo) había alquilado una habitación en cuyo suelo nos repartimos entre tres colchones. Yo me estaba pasmando de frío. Vestía toda mi ropa (un pantalón y tres camisetas), pero estaba toda húmeda a más no poder, así como las mantas con las que nos tapábamos. Bebía para calentarme leche recién ordeñada ardiendo, que un sikh que recordaba al druida Panoramix vendía frente a nuestro techo. Es la leche más rica que he probado en mi vida, y desde entonces cada vez que bebo este líquido me acuerdo de ese día.
De repende, el mayor de todos (que había subido, como otros tantos, en burro, pues no podía aguantar físicamente la caminata) y con quien me reía de lo lindo pese a que no compartíamos ningún idioma ( y que además no dejaba de sorprenderse por que no entendiese punjabi, la lengua de su provincia) decidió unir al grupo al ver mi emoción por visitar otro lugar tan mítico como poético del Himalaya, el Valle de las Flores, que se alcanzaba a apenas kilómetro y medio de donde estábamos y llevaba también muchos años queriendo conocer. Llovía un poco, pero poco importaba, ya estábamos en camino…
Al ser ya tarde, ni siquiera estaba el guardia en el puestecillo de entrada al valle. Empezaba también a bajar niebla, y aunque había visto mil fotos de este poético enclave, único por estar florido con plantas de mil tonos, que tintan hasta donde te alcanza la vista durante todo el verano una manta de colores vivos con flores autóctonas, percibía veía algo distinto. La peculiaridad de este sitio es que, dada la enorme dificultad para que crezcan flores de este tipo a tanta altura (unos 3800 metros), añadiendo una meteorología más que adversa y estando el valle cubierto por nieve siete u ocho meses cada año, en los que no lo está logra convertirse casi por arte de magia en ese jardín botánico natural, que hasta la Unesco ha tenido a bien declarar Patrimonio de la Humanidad. Era ya Septiembre, y tuve que conformarme con imaginarme la cosa como había sido apenas un mes atrás, pues se veía el declive enorme a causa del invierno que estaba entrando en esa zona ya, adelantándose al resto del mundo, esos días. No obstante, era precioso.
El Valle de las Flores es una maravilla durante el verano. Yo llegué tarde y los mil colores de las flores ya se habían ido.
Tras un par de horas curioseando el valle, ante la inminente caída de la noche volvimos a Gangaria, para unirnos a otros trescientos peregrinos al ‘Ardha’, o la ceremonia para dar gracias y pedir suerte por la peregrinación. Algo así como la misa en la catedral de Santiago de Compostela los años jacobeos. Después en los conocidos comedores sikhs mojaba chapatis (el pan típico del Norte de India) en lentejas y arroz hasta saciar mi hambre, colaboré en la enorme cocina preparando comida para otros peregrinos y fregando platos, y poco más tarde todos dormíamos como ceporros, mientras fuera llovía.
Antes del primer rayo de luz del día siguiente, todos nos levantamos a la vez. Tras volver a desayunar lentejas picantes y pan untado con especias que me hicieron arder la garganta, partimos sobre las cinco y media de la mañana al trecho final que nos separaba del lago que da origen a esta peregrinación. Otra vez los peregrinos más ricos o con imposibilidad física eran transportados a cuestas, en unas sillas de madera portadas entre cuatro portadores, mientras otros subían en burros. Algún helicóptero presta igualmente ese servicio a quien puede permitírselo. Mis amigos iban a explotar de ilusión y poco tardamos en contagiárnosla unos a otros. No dejaban de cantar y de gritar lemas que el eco hacía resonar por toda la montaña, y que peregrinos que caminaban cientos de metros por detrás de nosotros respondían. La atmósfera era mágica. Entre la niebla sonaban canciones como si viniesen de la nada, a las que respondíamos a coro. Tras algo de nieve (que mis amigos veían por primera vez en su vida) y con la lengua jadeando, alcanzamos el famoso lago de Hemkund Sahib.
A más de 4600 metros de altura, éste es el gurudwara más alto del mundo.
Todos nos abrazábamos. Rápidamente se colocaron en la orilla, se desnudaron cubriendo sus partes íntimas con el Kacha y portando con ellos los cinco objetos sagrados, se bañaban en el lago. La temperatura rondaba los cero grados, estábamos a algo mas de 4600 metros y se notaba. Abrigado con mis únicas tres camisetas, no paraba ni de tiritar ni de moverme de un lado a otro tratando en vano de entrar en calor. Un padre bañaba a su hijo de apenas unos años, sin importarle que llorase desconsoladamente, al que vi salir del agua con la piel azulada. Yo me arrimaba a otros que habían hecho una enorme candela tratando de recuperar la temperatura. En el par de horas que pasé conté que bebí treces chais solo por el calor que me daba el vaso metálico.
En un momento dado mis amigos, casi enfadados por que todavía no me había bañado, me preguntaron la razón. No podían entender que lo que había disfrutado con los preciosos paisajes, con su compañía y el ambiente tan entrañable de esa peregrinación o el sentido personal que pudiera darle me justificaba sobradamente la subida al lago junto al que viviera siglos atrás su décimo gurú. ¿Cómo puedes haber subido 2500 metros de desnivel para no bañarse en el lago sagrado?, me reprochaban. Para ellos, ese rito era el único motivo de la subida. Yo les explicaba la verdad, que tengo la garganta delicada y que además no me encontraba precisamente bien estos días ni tenía ropa para abrigarme al salir. Uno de ellos, en un gracioso inglés me explicaba que al ser el lago sagrado por haber vivido en él su gurú, era imposible que me enfermase. Mientras acababa la frase, empezaba a nevar. Al final, descalzo, me aproximé al lago y arrojé agua con mi mano derecha tres veces sobre mí. Al parecer ese gesto es equivalente al baño para aquellos que no pueden tomarlo, y todos contentos empezamos la enorme bajada.
Los dos días que habíamos tardado en subir los deshicimos en un santiamén de bajada. En algo más de una hora alcanzamos el pueblo donde habíamos hecho noche, nos despedimos de nuevo de quien nos alquiló la habitación y para cenar ya estábamos de vuelta en el gurdwara, donde mis amigos, otra vez sin dejarme pagar siquiera el donativo, tomaron una habitación para compartir entre todos. Con enormes grandes de agua y uno de bolsillo con que esparcirla por el cuerpo nos refrescamos y limpiamos el cuerpo, para tras la ceremonia del ‘Ardha’, en que se agradece las enseñanzas y experiencias vividas, cenar más arroz con dhal y un arroz con leche calentado con coco como postre. Me quedé un buen rato paseando por el templo, hablando con sus cuidadores, con otros peregrinos. Ellos se interesaban por mi, mi país e inquietudes tanto como yo por las suyas, al ser de los pocos peregrinos no sikhs que emprenden la ruta, y más aún siendo extranjero.
Niñas gitanas con las que nos cruzamos en la bajada. Sus padres vendían refrigerios.
A la mañana siguiente, tras una efusiva despedida, mis amigos sikhs comenzaron su vuelta a su Punjab natal y yo continué a dedo hasta la ciudad mágica de Badrinath, pero eso será otra historia.