«Dentro de veinte años estarás más decepcionado por las cosas que no hiciste
que por las que sí hiciste. Así que suelta las cuerdas de tus velas.
Navega más allá del puerto seguro. Atrapa los vientos favorables en tus velas.
Explora. Sueña. Descubre».
(Mark Twain)
Esta noche he vuelto a pasar muchas horas leyendo. Leyendo de viajes. Y ni dejo de soñar despierto, ni de recordar, bien por retomar pasajes que ya me conmovieron, bien por la propia inercia del inconsciente, una temporada en que sorprendía sistemáticamente a la madrugada con algún libro en la mano. Fueran de Historia, antropología, religiones, culturas o diarios de viajeros, si decía Lao Tse que “todo gran viaje comienza con un primer paso”, aquellas noches debieron regalarme sin que yo lo supiera una gran zancada: la de entender de una vez que si quería algo debía luchar por ello. Sentía cómo algo muy grande me cambiaba de piel para adentro. Quería, como tantos otros, comerme el mundo. De la teoría a la práctica suele haber un trecho, y sabiendo que me faltaba mucho por practicar, y más aún por aprender, lo único que tenía claro es que no podía demorarme. Así, con irrisorios ahorros y sin más plan que la improvisación, decidí recorrer la Europa que aún no conocía: la península de los Balcanes.
Tomé un autobús a Madrid, me matriculé en una universidad, paseé, cené con unos amigos, y me fui a dormir al aeropuerto. O a intentarlo, y es que los días previos a viajar, cual niño de cuatro años esperando los regalos de Navidad, nunca pego ojo. Embarqué al alba en un avión económico, y un rato después aterrizaba en Milán.
Estación de Milano Centrale. Compartí pan y mortadela con un vagabundo que hablaba cinco idiomas.
Recorriendo avenidas y callejones, iglesias, mercados y algún museo se me fue la media mañana, hasta que regresé a Milano Centrale, la principal estación ferroviaria. Allí entablé conversación con un vagabundo que amén de ser un erudito, conocía al dedillo el sistema de trenes italiano. “¿Vas a Venecia?”, me decía. “No cojas el próximo tren, sino el segundo. Y entre estas dos paradas, escóndete en el servicio. No hay revisor en el resto del trayecto”. Haciendo caso literal a sus palabras, vi un rato los Alpes por la ventanilla, leí otro poco escondido en un aseo entre Brescia y Verona, mientras vigilaba por las rendijas inferiores que hubiera pasado el revisor. Tres horas después llegué a la estación de Santa Lucía, frente al Gran Canal veneciano. Sentía contradicción, pues si bien por un lado pensaba que no estaba del todo mal infringir las normas por un propósito noble, el mío lo era para mi tanto como para cada pasajero lo sería el propio, y si ninguno hubiéramos pagado, aquel vehículo dejaría de rodar.
Una vez en la ciudad de los canales, no dudé en visitar, cumpliendo así un humilde homenaje, dos lugares que por la naturaleza de ese viaje no podía obviar: la casa natal de Marco Polo (si bien considerado uno de los grandes viajeros de la Humanidad, existen a mi juicio muchos otros tanto mejores), y algunos de los lugares que aparecían en la mítica saga del aventurero Indiana Jones, y que tantas veces me imanaron a la pantalla de pequeño que aún recuerdo los diálogos de memoria. Y entre esos canales me surgió una idea: si mi plan era recorrer en autostop los países balcánicos, ¿por qué no llegar hasta ellos en barco-stop?
Abandono Venecia en barco-stop en un barco de bandera croata.
Tras convencer con alguna picardía al vigilante, entré en el puerto, y fui preguntando a capitanes, responsables y tripulantes que encontraba, uno tras otro, si podían llevarme a algún punto de los Balcanes. Las respuestas variaron desde las más diplomáticas negaciones, hasta insultos (todavía me río al recordar aquel: “¡Pero en qué mundo vives, hippie!”), pasando por explicaciones reales de los problemas técnicos que mantenían al barco anclado. Una familia británica incluso me invitó a una copa de champagne. Pero nadie parecía poder ayudarme. Dando ya por perdida mi empresa cuando al ver que sólo me restaban dos barcos vacíos por preguntar, y dispuesto a pagar un billete, vi dirigirse a mi a un croata que, como me confesaría más tarde, había observado mi particular ronda. Por su vestimenta, lo tomé por un policía portuario. “¿Qué buscas?”, me preguntó secamente sin saludar. A veces siento salir del papel y casi hablarme a la cara a toda esa pléyade de viajeros a quienes admiro, y sabiéndolos a todos unidos por el común denominador de mostrarse íntegros y de haber interiorizado que nada ocurre hasta que uno no se lo cree realmente, disparé el último cartucho respondiendo sin titubear: “Estoy haciendo un viaje con bajo presupuesto, y busco un barco que me lleve a Croacia”. “¿Por qué deseas ir a Croacia?”, inquirió cortándome de nuevo en tono desafiante. Y con la misma naturalidad empecé a argumentar mis motivos para conocer este país, no dejándome detalle: que si sus ruinas históricas, que si parques nacionales y sobre todo fiestas particulares en algunos pueblos llenas de folclore que se ha heredado durante siglos. “Si tanto es así, lo mejor será que llegues hoy mismo”. Y entonces rompiendo su duro aspecto, esbozó una sonrisa, y me confesó, señalando un navío con su índice, que era capitán de un barco de excursiones. El grupo acabaría en hora y media hora de visitar la ciudad y zarparía de nuevo. La invitación iba implícita. Contento como unas pascuas, esperamos en la sala de mandos, y poco después, abandonamos Venecia.
Media hora después vendría una tormenta.
Llegando al puerto de Rovinj, en Istria.
Durante el trayecto, de apenas un par de horas, hubo una tempestad con rayos y muchos delfines salieron justo antes de la borrasca. El capitán, que habiendo trabajado durante años en un gran carguero veía en aquello “un juego de niños”, me relataba anécdotas de temporales marinos e instruía con explicaciones de sus animales poco conocidas por quienes solemos vivir en tierra firme. Con la tormenta pasada, el atardecer tiñendo el horizonte y mi estupefacción escuchando vidas peculiares de quienes han pasado años sin casi tocar tierra, llegamos a Rovinj, en la península de Istria. Me despedí con un abrazo de mi amigo capitán, deseándole que cumpliera su sueño de volver a alta mar por muchos meses, formalicé mi entrada en Croacia y me me fui a pasear por los callejones de su centro histórico. Acabé intercambiando impresiones en una plazoleta con unos rusos que venían caminando desde los Urales, y aún seguirían a pie hasta el sur de África. Ya de madrugada, ellos fueron a acampar a las afueras del pueblo, y yo quedé dormido en la puerta de su iglesia principal.
Rovinj es bonita, y muchos turistas la visitan. De noche,sin gente,aún tiene personalidad. Dormí bajo su campanario.
Nada sospechaba entonces que en aquel viaje compartiría algunos días con monjes en monasterios ortodoxos, mezquitas y tekkés sufíes, me detendrían en un calabozo en Belgrado (llevado por un corrupto policía que quería ganarse a mi costa un dinero extra que no consiguió), indagaría en el conflicto que azota estas tierras y sus raíces de mano de algunas personas influyentes en la última guerra, viajaría por Kosovo entre ovejas vivas en una furgoneta, dormiría en lugares históricos donde me colaba de noche y edificios echados abajo por las bombas, u otras historias que al releer mis diarios de aquel verano, me hacen recordar con simpatía y cariño a aquel “aún más niño” que salía a comerse el mundo.