Aunque ya llevaba dos días de enormes escalas y dormir en aeropuertos, creo que no fue hasta que sobrevolaba la provincia india de Madhya Pradesh cuando me apercibí de que «esto volvía a oler bien». A escasas horas de mi destino, de nuevo saboreaba mentalmente mis anteriores viajes, mientras retornaba ese cosquilleo, esa inmensa sensación de libertad que sólo viajando experimento. «Este va a ser mi mejor viaje», escribo en mi cuaderno no sin, no sé muy bien porqué, derramar mientras una lágrima. Me sentía dueño de mis sueños, de mi tiempo,fuerte a rabiar, repleto de Vida. Muy repleto. Como nunca. Y en ese estado de ánimo tomé esa noche tierra en Bangkok.
Vinieron días repletos de mil sensaciones, emociones, sentimientos, humanidad por los cuatro costados, volver a ver cosas que nunca pensé que existieran, gente maravillosa, un sinfín de nuevas experiencias y en definitiva tantos y tantos recuerdos inolvidables, hasta que una noche me encontré «cerrando el círculo», en el mismo punto en que empecé, en el mismo aeropuerto en que llegué, dormido a los pies de la estatua de un enorme demonio budista esperando el primer vuelo de los que me devolvería a «casa». Un viaje por Indochina que se despedía dando la bienvenida a cuatro días para «volver». ( Si es que acaso se vuelve, pues siempre queda una parte de tí en todo lo que ves, igual que de todo aquello siempre algo torna contigo).
Breve rugido de motores y poco después comienzas a ver empequeñecer una tierra de la que sientes apenas has visto la punta del iceberg. Desde la altura uno puede sentirse una deidad creadora; es más fácil comprender las mil y una historias y cuentos que se cuecen debajo. Aproveché que las nubes monzónicas escondían los países sobre los que volaba, para retomar el cuaderno (¿Acaso libreta de bitácora?), pues desde Birmania lo había rellenado poco. Tenía la extraña sensación de no haber visitado más que este último país, como si el resto los hubiera recorrido en otro viaje hace tiempo. En unas tres horas resumo lo más importante de lo que percibí, de las ideas que más me marcaron y lo que me pareció aprender esos días. Al terminar, repaso tanto lo recién escrito como las páginas anteriores, y voy empezando ya en el «largo camino de vuelta» a revivir momentos, a volverlos a saborear. Con una extraña sensación de ser esta vez narrador y espectador de la misma obra, me voy sumergiendo en un éxtasis que me hace volver al primer autostop tras cruzar la frontera camboyana, a las conversaciones hasta bien entrada la madrugada sobre el todavía reciente y macabro pasado del país,a dormir y compartir por un tiempo la vida de los monjes budistas en sus templos, a maravillarme ante las ruínas de la antigua capital jemer, ante la exuberante naturaleza, ante el primer atardecer frente al Mekong, la corrupción en las fronteras, las largas conversaciones en autostops que nunca quise que acabaran. Llegar a Luang Prabang al amanecer y pasar un día tan enriquecedor que casi sentía que levitaba, dormir en sus templos, más naturaleza prodigiosa, kayak por un río majestuoso, entrar ilegalmente en China y descubrir una poblado aislado durante treinta años, ser perseguido por traficantes de opio machete en mano a través del bosque a la vuelta, conocer a monjes de sabiduría inconmensurable que tuvieron a bien compartir muchas horas conmigo, más naturaleza, más tribus, más monjes, la primera monja budista con quien consigo hablar, de Laos a Bangkok a dedo, boquiabierto con las antiguas capitales de Siam, un viajero interesante en Chiang Mai, mis amigos mercaderes en Chian Rai… y tras todo eso la Burma que me enamoró…
Mil momentos que si bien me hacían sonreir y sentirme todavía más feliz, no me dejaban olvidar el sentimiento que he ido acarreando desde el comienzo del viaje, y que se había hecho más y más notorio, casi diría pesado, durante el mismo. Y es que si siempre pensé que «Viaje que no te cambia no es viaje», éste creo que me había tocado bastante. Paralelamente al viaje físico, nunca puedo obviar el interior, el de «piel para adentro», ese que me nutre y me empuja a acometer el físico. Siempre que me embarco a una nueva aventura, me debo de convertir en una especie de ser-esponja dispuesto a absorber todo cuanto tengo capacidad de sentir, entender, reflexionar, meditar, y asimilar. Y es esto último, asimilar, lo que me ha traído de cabeza estos días. Nunca había tenido una peor vuelta a casa. Si de todo lo que extraigo de cada viaje, intentase agrupar por categorías lo que me aporta, podría decir que de recorrer los Balcanes en autostop aprendí principalmente sobre las limitaciones humanas, las que nos ponemos y las que nos ponen, y enfaticé evidentemente en las mías propias, idea que reforcé enormemente dos años después cuando bajé a dedo desde Marruecos hasta Senegal. India y Nepal me enseñaron a indagar como nunca antes en mi interior, encontrando la parte positiva que todos tenemos. Sin embargo, desde que comencé este pequeño último periplo, sentía que estaba mirando al espejo por el lado opuesto a mi anterior visita a Asia, mirando a los ojos directamente al peor de los Antonios que puedo contener. No veía más que lo tremendamente malo, lo negativo, el peor yo. Sorprendentemente, nunca antes me había sentido tan bien y tan mal,tan humano…
«Ladies and gentlemen, welcome to Doha’s International Airport». La capital catarí supuso un oasis, no por estar construida al borde del desierto, si no por que pude seguir «viajando durante un rato más». Si el día anterior lo había dedicado a recorrer Bangkok sin mapa, perdiéndome literalmente entre sus calles empapado continuamente por un enorme monzón, llegar a Doha a mediodía de verano y encontrarme unos estupendos cuarenta y siete grados supusieron un «la primera en la frente», que no me quitaron (aunque si me empaparon como una ducha) las enormes ganas de seguir conociendo lugares. Recorrí andando su paseo marítimo, con la vista de enormes rascacielos como fondo, hasta que llegué a ellos. Tuve conversaciones interesantes con los constructores, albañiles de élite traídos de países con pocos recursos económicos para ahorrar mano de obra, que se sorprendían cuando les saludaba en sus idioma materno ( y es que aún recordaba los saludos de los países que acababa de visitar!!). Un hindú sikh del Punjab que llevaba tres años en esa urbe en construcción (de la que ya escribiré con detalle una próxima entrada) me invitó a su thali enlatado mientras compartíamos una interesante conversación sobre el propósito de la vida. Hubo de marcharse cuando la cosa se ponía más interesante (pues los trabajadores viven en barrios a las afueras, agrupados por sus países de origen, y son recogidos al comienzo y fin de su jornal). Se despidió con un «But what about you, what do you think?». De inmediato me devolvió al ensimismamiento en que ya llevaba dos días, e intentando responderme a esa misma pregunta, me paseé por el zoco nocturno, empleé lo que me quedaba de los tres dólares que tenía en divisa catarí en volver al aeropuerto en autobús y cené allí gratuitamente, como te corresponde por una escala de muchas horas. Esa noche la pasé igual de meditativo mientras vía Arabia Saudí volaba a Alemania.
¿Mensajes subliminales en la publicidad de Doha?
La noche extra que Ryanair me regaló en Frankfurt postponiendo mi vuelo hasta el día siguiente la resolví con Courchsurfing. No pude haber tenido mejor bienvenida a Europa, encontrando una ciudad tan moderna como tranquila, amén de unos anfitriones excelentes. Conversaciones redondas, cerveza local y la anestesia de añadir a los dos días que llevaba despierto el jet lag ocuparon mi cabeza, aunque no por ello cesaba el runruneo de los pensamientos anteriores. A la tarde siguiente aterricé en Sevilla. Con un «¿Te lo has pasado bien por esas tierras ?» se dieron por satisfechos como toda pregunta al recibirme en el aeropuerto. ¿Cómo explicar la pasión desmesurada que había puesto en ese viaje, y sobre todo con la que éste me había recompensado? ¿Cómo traducirles la tan inmensa satisfacción que podía sentir al haber, por ejemplo, visto atardecer entre las pagodas de Bagan? ¿O haber conocido a gentes tan singulares? ¿Cómo se transmite la enorme sensación de haber cumplido algunos de mis sueños? ¿Dónde quedan «esas tierras», o es que acaso era igual cada uno de los pequeños territorios que he ido pisando como para catalogarlos como uno solo sin más? Una cosa me quedaba clara, ahora sí que estaba en casa.
Con la excepción de algún encuentro con seres queridos, apenas he salido de casa desde que volví. Mientras me preparo los exámenes que en breve tomaré, seguía tratando, en silencio, de poner orden a las piezas de ese variado puzzle que había vuelto a empezar en el viaje, y que me atacó con fuerza desde que comenzase la vuelta. Entre las anotaciones del viaje, el ver ahora con mayor perspectiva tantas charlas con gente sabia, releer pasajes de libros ( los que me he traído de vuelta más los que me recomendaron por allí), las horas dedicadas a comprender(me) y todo lo que ésto me despierta he rellenado el tiempo desde mi regreso. No obstante, me daba cada vez más cuenta de que inconscientemente llevaba tiempo (a)trayendo hacia mí las claves para responderme esa cuestión que no terminaba de definir completamente, de ser un mero esbozo. Sentía que tenía la respuesta delante, pero estaba ciego, no alcanzaba a verla. Siempre pensé que toda persona alberga en su interior la respuesta a las preguntas que se plantea, y que lo que absorve del exterior no son más que herramientas para moldearla. Así, tras este tiempo de dejar calar, asimilar y madurar, me desperté sobresaltado la otra madrugada, con una sensación física que nunca había sentido antes. Como si me hubiesen cargado las pilas, a tope, a más no poder. Comprendí ( mientras pedaleaba, pues tuve que salir de casa a quemar tanto derroche pese a haber dormido un par de horas) que el «Antonio malo» al que había tenido que sostener la mirada en Asia era el precio que había pagado por quererme ver realmente, por querer saber quien era, habiendo llegando para ello hasta la última consecuencia. Era la representación de todos esos miedos, complejos, inseguridades,frustraciones, lamentaciones y sentimientos afines los que siempre sacaban esa parte que nos guste o no,todos llevamos dentro, lo que había visto, ese yo demonizado. Era la misma metáfora que un conocido artista tailandés había usado para construir su famoso Templo Blanco en Chiang Rai, donde debe uno atravesar un pequeño puente justo por encima del Infierno antes de alcanzar el propio templo. Sentía que había logrado un equilibrio interior, una combinación perfecta entre sentimientos, pensamientos, emociones y físico. Había encajado buena parte del puzzle. Quizá pueda esto tener un cierto tufillo a tópico, a más de lo mismo, pero desde ese día veo todo cuanto me rodea de forma distinta, y igual de distinto me siento yo, como si súbitamente una niebla que llevase años acompañándose desapareciera, había visto cúal era la pregunta, y por primera vez en muchos años, no me la había contestado con otra.
El infierno, desde el puente que lleva al Templo Blanco.
Quizá todos estos pensamientos resulten más sencillos a treinta y tres mil pies, la altura a la que los aviones surcan los cielos, pero si de algo sirve conocerse es para saber que de nuevo pronto volveré a estar on the road, aunque hasta entonces queda mucho por contar, mucho por compartir, y tengo más ganas que nunca. Así que en breve nuevos cuentos de este mundo, o historias de este planeta, para que todos podamos seguir exponiendo ideas.