Tuve suerte. En el control fronterizo a la salida del Sahara Occidental entablé conversación con un grupo de húngaros. Recordaba haber visto pasar sus vehículos delante de mí cuando hacía autostop en las afueras de Dajla (llamada Villa Cisneros durante la época colonial, en memoria del cardenal homónimo), unos trescientos kilómetros atrás. Que uno de ellos chapurrease español fue clave para que aceptasen llevarme hasta Nouakchott, la capital de Mauritania, y que yo lo hiciera en francés aún más para que decidieran invitarme a seguir camino con ellos hasta Mali, pues en los numerosos controles que pasábamos intercedía en dicha lengua evitando los sobornos y «propinas» que las autoridades querían cobrarles. No todos los negocios son económicos, y nuestro particular intercambio de ayudas (y muchísima generosidad y hospitalidad por su parte) me parecieron el trato perfecto. Hicimos noche en la capital mauritana y a la mañana siguiente seguimos el camino por una de las rutas más peculiares del Sahel.
En el Sur de Mauritania mueren las arenas del Sahara y nace el África verde y frondosa que el propio nombre del continente suelo evocar. La Ruta de la Esperanza vertebra este territorio. La peculiar vía, o ese intento de asfaltar el camino que siglos atrás caravanas comerciales recorrieran camino al océano, tiene en su lacónico nombre el reflejo del día a día de la tierra que atraviesa, en la que sus habitantes deben armarse de dicha esperanza para seguir luchando contra innumerables adversidades en pro de un futuro mejor. Hambruna, escasez de agua y alimentos, esclavitud, difíciles condiciones de vida y amenazas de mafias condicionan el día a día en una zona donde la rutina invita implícitamente a sobrevivir.
No son pocas las veces que el viento esconde a su antojo tramos del fino asfalto, extendiendo hasta donde alcanza la vista un panorama inalterado por el humano. Tormentas de arena, efectos de sequías y la imperante aridez remarcan la obviedad de ser ínfimo frente a la poderosa naturaleza del Sahara. Y en ese estado mental se siguen recorriendo kilómetros y kilómetros, que contados camiones retando con su carga a la misma gravedad, o pequeños asentamientos, se encargan de interrumpir.
Aparentemente camufladas al estar pintadas de los mismos colores del desierto, lo que realmente esconde el día a día de estas pequeñas poblaciones es un micromundo donde historias que parecen ficción se escriben solas. Cada uno se desempeña de lo que puede, cobrando muchas veces al trueque. Unos pocos venden pan, otros arroz, telas o carne de camello. El desempleo impera y las posibilidades de cambiar ésto son escasas. Tanto escuelas coránicas (centros donde se imparte el estudio de este libro sacro) como las madrasas (el equivalente en países islámicos a nuestros colegios) están llenas, y aunque a veces diminuta, todos los poblados tienen una mezquita. Tristemente, esta zona es noticia estos días al haberse acentuado la escasez de alimentos.
Mis nuevos amigos húngaros pararon de repente los vehículos. Uno de ellos, que había comprado unos terrenos en Mali y había recorrido la ruta anteriormente, nos propuso entrar al país por un puesto fronterizo poco usual. El único inconveniente era que no había asfalto hasta él, sino una suerte de antiguos caminos. «Una aventurilla», decía con la sonrisa ilusionada. Me pidieron opinión y no tardé en apoyar rotundamente la propuesta. Y con el consenso de todos, la decisión estaba tomada. Aún ignoraba que tardaríamos en recorrer los trescientos kilómetros que nos separaban de Mali tanto tiempo como me había tomado llegar desde España a ese mismo lugar por tierra, así como que me resultarían tan excitantes que ese tiempo se me pasaría volando. Viajando, desde luego, uno se apercibe de cuán relativo es el tiempo.
Abandonada la Ruta de la Esperanza en dirección Sur, el asfalto era inexistente y la búsqueda de algún surco que recordase a un camino, obligatoria. Pocos kilómetros habíamos rodado cuando empezamos a encontrar enormes baobabs, el famoso árbol autóctono de África que la literatura se ha encargado de universalizar. Entre ellos, aparecían a veces algunas piedras con motivos geométricos esculpidos. Se trataba de lápidas en las que los vecinos de las diminutas aldeas que atravesábamos entierran a sus difuntos. Observé junto a ellas elementos propios del animismo, y es que la llegada de la fé islámica en el siglo XIII no consiguió eclipsar las creencias propias de esta tierra.
Problemas varios de conducir por estos caminos…
Sorprendía ver algún mamífero pequeño correr espantado por el ruido de los coches. No dejaba de recordar que varios siglos atrás esta misma zona fue hábitat de grandes felinos, jirafas y hasta avestruces. En una de las al menos quince veces que nos detuvimos para cambiar una rueda pinchada o reparar la goma de ésta tardamos más de la cuenta. Con la noche entrando decidimos deshacer camino hacia unas chozas que habíamos pasado kilómetros atrás. En una de ellas, en la que compramos pan, colgaba un póster con la cara de Osama Bin Laden. Cuando pregunté a los tenderos dónde podíamos poner los coches para dormir, al no hablar francés, me dirigían por gestos a los militares. Tal y como crucé la puerta de la tienda, éstos llegaban extrañados por nuestra presencia. Les expliqué por qué estábamos allí y rápidamente acomodaron a vehículos y conductores entre unas chozas y con unas mantas hicieron un colchón para mis nuevos amigos, que poco después dormían a pierna suelta.
Yo preferí conversar aún más con los militares, quienes tras las imperativas rondas de té me confesaron que aquella zona está parcialmente controlada por facciones de Al-quaeda. No significaba aquello que el gobierno careciese de poder, sino que varias de las autoridades cercanas estaban vinculadas al mencionado grupo, y el transporte, tráfico de bienes varios, armas, droga y hasta de personas era controlado y permitido al estar los mandatarios locales comprados. Reinaba la política del miedo en estado puro, pues cualquier chivatazo o intromisión en estas redes comerciales bien podía pagarse con la propia vida u otros castigos que los simpáticos militares, como temerosos de ser escuchados pese a no haber nadie cerca, me susurraban. Como ellos mismos me decían, “no pasa nada mientras tú no hagas nada”, y así los días seguían pasando (y siguen, como comprobé hablando por teléfono con varios amigos que conocí aquellos días) en el tercio sur de Mauritania. Me quedé dormido junto al camino asfaltado, pensando quienes serían los conductores de las pick-ups sin matrícula que con la cabeza cubierta con un touareg lo cruzaban a esas horas.
Puesto militar y manta sobre la que dormí.
Al alba siguiente reanudamos camino. Sería media mañana cuando paramos para comer alguna lata de conserva con el pan. No tardaría ni veinte minutos en aparecer un hombre de dentadura destartalada, mirada curiosa y gestos nerviosos, que con con genuina inocencia se comunicaba con nosotros. Minutos después, al oir unos gritos llamándolas, se acercaron algunas campesinas que araban cerca. Hablaban un idioma con las vocales muy marcadas. Les regalamos un par de bidones vacíos, botellas, y semillas de pimiento para plantar. Mientras les explicaba por gestos que no debían beber de esos bidones, me agarraron las manos firmemente conduciéndome hacia sus casas. Les acabamos montando en el coche, y sus caras no podían ser de más asombro. Se debían sentir tan en otro planeta como me sentí yo al aparecer en su aldea, compuesta por una decena de chozas de adobe con una mesa de madera con comida en el centro, y unas treinta personas a la sombra que al vernos aparecer se levantan alarmadas.
Todos sus habitantes, disipando con enormes risas su curiosidad maquillada de miedo -y pese a no podernos comunicar con palabras-, nos enseñaron orgullosamente los terrenos en que cultivaban, el interior de sus chozas, donde se encontraban camas de madera, útiles de arado y una prenda con la que complementan la puesta, amén del fruto de la cosecha. Pero la mayor sorpresa vino cuando al aparecer en el poblado un agricultor que hablaba francés, pude aprender que aquel simpático mauritano cuya curiosidad había propiciado aquel encuentro era el jefe de la aldea. No salía de mi propio asombro cuando al preguntarle qué estaban diciendo al resto de sus vecinos, me tradujo algo así como: “estas personas han llegado desde lejos pero son amigos, no han venido para nada malo, y no nos harán nada. Sus corazones son buenos.” Por si aquello aún no nos resultase como vivir una película, al concluir su discurso, me regalaron un gallo vivo en señal de agradecimiento por la visita y los regalos. El jefe me enseñaba además unos documentos mecanografiados en Nouackchott en el año sesenta y algo, en los que se reconocía a su padre, también jefe (este título se transmite por herencia), su papel de representante legal del poblado y el derecho a cultivar las tierras vecinas. Me resultó curioso encontrar un póster electoral en el interior de la choza principal, pues el contacto de estas personas con gentes fuera de su poblado es escaso. En un país de población azarosamente esparcida por una singular orografía, los votos eran comprados a cambio de comida. Y es que, los políticos, no importa dónde se encuentre uno en el mundo, están todos cortados por el mismo patrón.
Interior de las chozas.
En muchas zonas de África, tatuajes o cortes en la cara identifican a las personas con el grupo étnico al que pertenecen, y dicha diversidad de modificaciones corporales acaba tejiendo un árbol genealógico que los apellidos no son capaz de explicar. Manos, pies y brazos son a veces también tatuados a modo de amuleto, para ahuyentar la mala suerte. En este poblado, predominaba un círculo de color negro, que como posteriormente aprendí, era tatuado con la primera menstruación rodeando la boca de las mujeres. Sus habitantes estaban relacionados con la etnia peul, muchas veces esclavizada en esta zona del Sahel y todavía vista con cierto recelo y desprecio.
Nos despedimos emotivamente, compartiendo unas bonitas palabras y deseos de futuro gracias al “traductor”. Al arrancar los coches, los más pequeños salieron corriendo hacia nosotros. Me alegré de haber pasado un rato con esas buenas personas, cuyos gestos me parecieron transparentes y desprovistos de cualquier maldad.
La mujer mauritana, caminando con una bolsa en la cabeza por el desierto.
Aún deberíamos hacer una noche más antes de llegar a la frontera. A mi ya me importaba poco entrar en Mali o no. El viaje nunca me lo representó es el destino, sino el propio camino, y aquellos días me reafirmaban ese sentimiento. Hicimos noche dentro del coche, bajo unos baobabs, y dos de las varias veces que los ronquidos húngaros me despertaron encontré un grupo de monos cerca de los vehículos. Con la primera luz del día, reanudamos marcha en dirección Sur, preguntando por gestos en los varios poblados que cruzamos si existía algún camino y debiendo deshacer el propio no pocas veces al darnos cuenta de que estábamos equivocados. Poco antes de comer, tras salir de un cauce seco, uno de los todoterreno quedó bloqueado. Tardamos un par de horas en cavar lo suficiente para que pudiésemos empujarlo fuera, ayudado por otro vehículo y unas ramas de madera que hacían de rampa provisional. Estando concentrados, en plena faena, al girarnos, encontramos a una mujer de extrema delgadez cargando sobre su cabeza una bolsa. Hubiera querido saber de dónde venía, pues pese a lo llano del terreno, no veía poblado alguno cerca, ni la había visto acercarse. Pasamos varios minutos intentando comunicarnos, pero pese al empeño común, poco pude sacar en claro. Acabamos riéndonos y compartiendo unas galletas. Súbitamente se levantó y se marchó sonriendo, perdiéndose poco después en el horizonte.
La mujer misteriosa, en el horizonte.
Frontera entre Mauritania y Mali.
Al final de ese día, tras varias pérdidas más, llegamos a un camino que conducía al puesto fronterizo que buscábamos. Se apostaba a orillas de un afluente del río Senegal, que traza la frontera natural con Mali. Tardamos casi una hora en localizar a los aduaneros para que nos estampasen en el pasaporte la entrada legal al país. Cuando los vi sonreir al aparecer, supuse -y no tardaron en confirmar mis sospechas-, que rápidamente nos pedirían varios “cadeau” (regalos). Afortunadamente mis nuevos amigos húngaros se habían aprovisionado de camisetas en su país natal. En su camino hasta allí habían repartido casi una caja completa. Y esa misma noche, tras repetir la misma burocracia para entrar en Mali, dormí en un edificio parecido a un patio de corrala, al entablar conversación con uno de sus vecinos cuando buscaba un cambio rentable de divisa local en el mercado negro. Aún tardaríamos tres días más en alcanzar Bamako, donde me apercibí de que apenas había gastado cinco euros en llegar desde Marrakech, pero eso y los días que siguieron, serán otra historia.